Alexander
La foto del beso no se filtró de inmediato.
Eso fue casi peor.
Durante tres días, caminé por el internado sintiendo la espada de Damocles sobre mi cabeza. Cada murmullo, cada risa ahogada, hacía que mis puños se cerraran. ¿Quién la había tomado? ¿Cuándo la usarían?
Pero en medio del caos, había una única certeza: no podía alejarme de ella.
***
La sala de música era mi refugio. Un cuarto pequeño con un piano de cola, violines antiguos y partituras polvorientas. Nadie venía aquí, salvo yo.
O eso creía.
La encontré dormida en el sofá de terciopelo azul, con un libro de poesía abierto sobre el pecho y el pelo derramado como oro líquido sobre los cojines. Eleanor.
Me quedé quieto en la puerta, observando cómo su respiración subía y bajaba. Sin sarcasmos, sin defensas. Solo ella.
—¿Vas a seguir ahí como un acosador o vas a tocar algo? —murmuró de pronto, sin abrir los ojos.
Sonreí y me acerqué al piano.
—¿Qué quieres escuchar?
—Algo que no suene a funeral real.
Toqué los primeros acordes de Clair de Lune, suave, dejando que las notas llenaran el silencio entre nosotros.
Eleanor se sentó, observándome con una curiosidad que nunca mostraba frente a los demás.
—No sabía que tocabas así —dijo.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí.
—Enséñame.
Esas dos palabras me paralizaron. No era un desafío, ni una burla. Era una petición honesta.
Dejé el piano y me acerqué a ella. Nos besamos lentamente esta vez, sin prisa, como si el mundo fuera a esperarnos. Sus manos en mi pelo, las mías trazando su columna vertebral bajo el suéter.
Nos tumbamos en el sofá, entrelazados, y en algún momento entre susurros y risas, se durmió en mis brazos.
No me moví. No quería.
***
La mañana siguiente, la foto estaba en todas partes.
Pero no era la del beso.
Era esta: yo recostado en el sofá, con Eleanor dormida sobre mi pecho, mi mano acariciando su pelo mientras la luz del amanecer nos bañaba a ambos.
Y esta vez, no había duda.
El escándalo no era solo un rumor.
Era una declaración de guerra.