Eleanor
El permiso para salir de fin de semana a Blackwood Manor era un privilegio que solo unos pocos estudiantes de Saint Albans obtenían. Una casa antigua propiedad del internado, rodeada de bosques y leyendas, donde los herederos de Europa podían fingir, por dos días, que eran personas normales.
Alexander había conseguido que nos incluyeran en el grupo.
—No es un capricho —me susurró al oído mientras subíamos al autobús, su aliento caliente rozando mi piel—. Necesito verte lejos de aquí.
El viaje fue una tortura. Sentados en asientos separados, fingiendo indiferencia mientras nuestras miradas se buscaban en cada curva del camino.
***
Blackwood Manor era tan gélida como hermosa. Techos altos, muebles antiguos, y espejos por todas partes—testigos silenciosos de secretos que nadie contaría.
El primer día fue discreto: excursiones al bosque, cenas formales, risas forzadas con compañeros que nos espiaban de reojo. Pero cuando el reloj marcó la medianoche y los pasillos quedaron vacíos, Alexander apareció en mi habitación.
—Nadie nos verá aquí —dijo, cerrando la puerta con un golpe suave.
No hubo palabras después de eso.
Sus labios encontraron los míos con una urgencia que me dejó sin aliento. Mis manos desabrocharon su camisa, revelando la piel dorada bajo la luz de las velas. Él me levantó como si no pesara nada, y mis piernas se enroscaron alrededor de su cintura mientras caminábamos hacia el espejo más grande de la habitación.
—Mírate —ordenó contra mi boca—. Mírate mientras te pertenezco.
Y lo hice.
Vi mi reflejo: el pelo despeinado, los labios hinchados, su camisa abierta sobre mis hombros y sus manos marcando mi cintura como un territorio conquistado.
Fue entonces cuando sacó algo del bolsillo: un collar de plata con una W grabada.
—Para que no lo olvides —murmuró, abrochándolo alrededor de mi cuello—. No importa cuánto intenten separarnos.
Me giró hacia él y nos reímos, tontamente, como dos niños que hubieran robado las joyas de la corona.
Pero entonces, un sonido.
Un click casi imperceptible.
Alexander se tensó.
—¿Lo oíste?
Asentí, el corazón latiéndome en la garganta.
Corrió hacia la ventana, pero solo vio sombras moviéndose en el jardín.
—Mierda.
No hizo falta decir más.
Alguien nos había fotografiado.
Y esta vez, no había vuelta atrás.