Eleanor
Regresar a Saint Albans fue como caminar sobre cristales rotos.
El silencio se partía en dos a nuestro paso: Alexander con su nueva determinación tallada en la mandíbula, yo con la cabeza alta pero el corazón latiendo como un pájaro enjaulado. Los murmullos nos seguían por los pasillos: "¿Viste la declaración?", "La Reina debe estar furiosa", "Dicen que le quitarán el título".
Pero nadie se atrevió a decirnos nada en la cara.
***
La última gala del año fue nuestro juicio final.
El Gran Salón brillaba como siempre, pero ahora las miradas no se despegaban de nosotros. Alexander llevaba un esmoquin negro sin insignias reales —su pequeña rebelión—. Yo, un vestido rojo que hacía arder las pupilas de las damas más conservadoras.
—Nerviosa? —me preguntó Alexander, pasándome una copa de champán.
—Debería preguntarte a ti —respondí, señalando al canciller real que nos observaba desde la mesa principal—. Tu abuela envió a sus halcones.
Él entrelazó nuestros dedos sobre la mesa, desafiante.
—Que miren.
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.
Victoria de Holanda, la misma que meses antes se colgaba de su brazo, se acercó con dos copas.
—Para los únicos que tienen agallas en este lugar —dijo, dejándolas ante nosotros.
Un aplauso comenzó en su mesa. Luego se extendió. Primero los estudiantes escandinavos, luego los italianos, hasta que medio salón estaba golpeando los cubiertos contra las copas en un gesto de aprobación juvenil que hizo palidecer al director.
Alexander se levantó y alzó su copa.
—Por romper las reglas que merecen ser rotas.
Bebimos bajo la mirada escandalizada de los profesores y el júbilo de quienes, como nosotros, estaban cansados de vivir tras rejas doradas.
***
La reunión privada con la Reina llegó una semana después.
El despacho real en Saint Albans era más pequeño que el de palacio, pero igual de opresivo. Isabel II nos recibió sin sonreír, sus manos arrugadas apoyadas sobre un bastón con el escudo de armas.
—Has causado un terremoto constitucional —le dijo a Alexander.
—Solo quiero ser feliz, abuela.
El silencio que siguió podría haber congelado el Támesis.
Finalmente, suspiró.
—No daré mi bendición. Pero no me opondré. —Sus ojos azules, tan parecidos a los de Alexander, se posaron en mí—. Aunque advierto, señorita Spencer, que los Windsor no olvidamos fácilmente.
Me incliné levemente, pero no bajé la mirada.
—Yo tampoco, Su Majestad.
Alexander me tomó de la mano al salir, frente a los fotógrafos que esperaban en el jardín.
—No pedimos perdón —dijo ante sus flashes—. Solo pedimos que nos dejen amar.