La tarde transcurría en completa normalidad, como solía suceder.
 La oficina olía a canela y vainilla, los aromas favoritos de Victoria.
Manuel, su asistente, corría de un lado a otro: eran casi las seis de la tarde y aún no había terminado el informe diario que su joven jefa le había pedido.
 Ella lo esperaba puntual, siempre a las cinco y cuarenta. A esa hora se despedía de su pequeño —pero gran— equipo de trabajo y se dedicaba a leer y repasar cada una de las páginas del informe que Manuel elaboraba con minuciosidad, registrando las actualizaciones judiciales de cada juzgado.
Para Victoria, cada proceso judicial era como un hijo o un hermano; los conocía, los cuidaba y los defendía con una pasión que pocos comprendían.
 Tan absorta estaba en su lectura, que olvidó por completo el mundo exterior.
El tiempo siguió su curso, y con su única compañía —una taza de café—, levantó la vista y descubrió que eran ya las diez de la noche.
Aquella rutina se había vuelto parte de su vida desde hacía dos años, cuando Victoria, cuatro años atrás, recién graduada y tras el doloroso asesinato de su padre, decidió especializarse en Derecho Penal.
 Su inspiración para impartir justicia y luchar contra la impunidad nació del episodio más terrible de su vida: el homicidio de su propio padre.
Desde ese momento, su mundo cambió por completo.
 Se refugió en sus casos, en el trabajo, y en una soledad que poco a poco se volvió su única compañía. Su madre había fallecido cuando ella apenas era una niña, por lo que quedó al cuidado de su padre: un hombre de carácter fuerte pero de corazón tierno, dedicado a cumplir cada uno de los deseos de su adorada Vicky, como la llamaba con cariño.
Sonrió al recordarlo, pero el pensamiento se desvaneció tan rápido como llegó. Miró el reloj: debía madrugar.
 Su gato, Godo, llevaba varios días con una tos extraña, y había prometido llevarlo al veterinario.
—Definitivamente, Godo me va a volver loca —murmuró con una sonrisa cansada—. Si mañana no lo ve el médico, podría enfermar de verdad.
Llegó a su apartamento, la herencia más valiosa que le había dejado su padre y el recuerdo más vivo de él.
 Cansada, dejó las llaves sobre la mesa y fue recibida por el suave miau de su gato.
Dennis, su ama de llaves, ya había partido. Ella se encargaba de cuidar tanto de la casa como de Victoria, dejando siempre todo preparado antes de irse.
 Le había dejado comida a Godo, pero al acercarse al plato notó que no había probado bocado. Aquello aumentó su preocupación.
—Ay, Godo… —susurró, acariciándole la cabeza—. Mañana mismo te llevo al veterinario.
Con ese pensamiento se prometió madrugar. Antes de irse a dormir, dejó un mensaje de voz para Dennis:
Mañana saldré muy temprano. Regresaré apenas termine con el veterinario y deje a Godo en casa.”
Luego se recostó en la cama, abrazó la almohada y, con la tranquilidad que solo la rutina puede dar, se quedó profundamente dormida, esperando el amanecer.
—¡Denis, mi hermosa Denis! —saludó Victoria mientras entraba a la cocina—. Buenos días.
 —¡Felicitá a Godo! —respondió Denis con una sonrisa—. Le ha ido muy bien. Es un gato sano, está perfecto; solo necesita un par de vitaminas que ahora te indicaré cómo suministrar.
—Gracias, Denis, pero no tengo tiempo —dijo Victoria mientras buscaba las llaves—. Me esperan en la comisaría, debo conducir al otro lado de la ciudad. Te voy llamando y te cuento las indicaciones del veterinario, ¿sí?
 —¡Ay, señorita Victoria! —replicó Denis, negando con la cabeza—. Siempre tan apurada... Le preparé algo para desayunar.
 —No, en serio, me voy volando. ¡Nos hablamos luego! ¡Bye!
Denis la miró salir con un suspiro.
 —Pobre niña —murmuró mientras cerraba la puerta—. Nunca tiene tiempo para desayunar y vive de un lado al otro.
Luego se inclinó hacia el gato y, con una sonrisa cómplice, le dijo:
 —Ven, Godo, te prepararé unas croquetas espectaculares como premio.
El gato respondió con un maullido satisfecho, como si entendiera perfectamente cada palabra.
LLAMADA INSPERADA.
De regreso a la oficina, con mil pendientes rondando su cabeza, el afán del día y la prisa por llegar la invadían.
 El celular sonó. En la pantalla apareció el nombre de Manuel.
—¿Aló, Manuel? ¿Cómo va todo? —preguntó mientras maniobraba entre el tráfico.
 —Muy bien, señorita.
 —Deja de llamarme así —respondió con una ligera sonrisa—. Dime Vicky, recuerda que no estamos frente a ningún cliente.
 —Sí, señorita... perdón, Vicky. —Manuel carraspeó—. El motivo de mi llamada es informarle que, desde las siete de la mañana, la están esperando en la oficina. Dicen que no se marcharán hasta hablar con usted.
 —¿Quiénes son? Ya tengo la agenda organizada… No me digas que olvidaste agendar una cita, mi despistado favorito.
 —No, Vicky, le insisto. Está aquí la esposa del señor Ferrer, la señora Amanda Ferrer. Me comentó que fue gran amiga de su padre… y dice que es urgente hablar con usted.
El tono de Victoria cambió de inmediato.
 Su mente se llenó de recuerdos difusos. Años atrás, su padre le había hablado mucho de la familia Ferrer. Siempre insistía en ir a visitarlos, pero ella, absorbida por el trabajo, aplazaba una y otra vez el encuentro.
 Nunca los conoció. Y ahora, el nombre de esa familia resonaba como un eco del pasado, trayendo consigo una extraña sensación de nostalgia y culpa.
—¿Señorita?... ¿Aló? —la voz de Manuel la sacó de sus pensamientos.
 —Sí, Manuel… dile a la señora Ferrer que en cinco minutos estaré con ella —respondió, intentando disimular el temblor en su voz—. Y agradécele por su paciencia.
Colgó el teléfono y respiró hondo.
 El destino, pensó, tenía una manera curiosa de cerrar los círculos.