Entre Risas, Amor y Biberones.

14~ Sombras y Reflejos.

_“En un juego de apariencias y verdades ocultas, el brillo de lo genuino siempre eclipsa la falsedad.”_

El restaurante Canlis, con su arquitectura moderna y paredes de vidrio que dejaban ver la ciudad iluminada de Seattle, era el epítome del lujo discreto. Cada detalle, desde las luces cálidas hasta el murmullo sofisticado de las conversaciones internas, parecía estar diseñado para crear un ambiente de impecable exclusividad. El auto de Liam ya estaba estacionado frente a la entrada cuando llegamos. Apenas el vehículo de Charlotte se detuvo, lo vi bajar con esa elegancia natural que siempre parecía acompañarlo.

Liam se dirigió hacia nuestro auto con pasos largos y seguros, y aunque su rostro mantenía esa compostura característica, sus ojos parecían buscarme con una intensidad que hizo que mi pecho se apretara. Cuando llegó a mi puerta, la abrió con una mezcla de rapidez y deliberación, y entonces nuestras miradas se encontraron.

Salí del auto con cuidado, y por un breve instante, sentí que el tiempo se detenía. La forma en que Liam me miraba no era algo que pudiera ignorar, porque no solo era sorpresa; había algo más en sus ojos, algo que parecía dejarlo sin palabras. Sus labios se entreabrieron, pero las palabras no salían, y por primera vez, parecía vulnerable, desarmado frente a mí.

—Emily… —murmuró después de lo que pareció una eternidad, su voz baja y cargada de emoción—. Estás… impresionante.

El tono de su voz hizo que el calor subiera a mis mejillas, tiñéndolas de un rojo que no podía ocultar. Bajé la mirada por un momento, sintiéndome al mismo tiempo vulnerable y poderosa bajo su escrutinio.

—Gracias —respondí finalmente, levantando los ojos hacia él—. Tú también te ves… increíble.

Y lo decía en serio. Llevaba un traje de corte perfecto, en un tono azul oscuro que hacía que sus ojos brillaran aún más. La camisa blanca debajo añadía un contraste limpio y elegante, y la corbata de un azul más claro parecía diseñada específicamente para resaltar las vetas verdes que se asomaban entre su mirada azulada. Su cabello castaño claro estaba ligeramente despeinado, un detalle que añadía un toque relajado a su perfección absoluta.

Liam me ofreció su brazo, y aunque su rostro mantenía cierta seriedad, pude ver cómo una pequeña sonrisa curvaba sus labios.

—Espero que esta noche no sea demasiado para ti —dijo, su tono más suave mientras comenzábamos a caminar hacia la entrada del restaurante.

—No te preocupes —respondí, intentando sonar más segura de lo que me sentía—. Estoy lista para lo que venga.

Su mirada se desvió hacia mí, como si estuviera evaluando la sinceridad en mis palabras, pero no dijo nada más. Nos acercamos a la entrada del Canlis, donde la elegancia de la noche parecía envolvernos como una segunda piel.

Al menos creí estar lista para todo. Pero, como suele pasar, la vida no tardó en demostrarme lo equivocada que estaba. Porque, claro, no había considerado la posibilidad de que Priscila estuviera presente en la cena. Y ahí estaba ella, sentada ya junto a dos hombres japoneses de mediana edad, con una expresión que intentaba proyectar encanto. Sin embargo, por los rostros tensos de sus acompañantes, no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que su intento de ser graciosa no estaba funcionando.

Al entrar al restaurante Canlis, no pude evitar detenerme un momento para admirar el lugar. Su diseño era una mezcla perfecta entre elegancia clásica y modernidad. Grandes ventanales ofrecían una vista panorámica de Seattle iluminada bajo el cielo nocturno, mientras las luces tenues del interior daban un ambiente cálido e íntimo. El murmullo suave de las conversaciones, mezclado con la melodía de un piano al fondo, creaba una atmósfera casi mágica. Cada mesa estaba decorada con manteles blancos impecables, arreglos minimalistas de flores y copas que brillaban bajo la luz como pequeñas estrellas.

Nuestra mesa estaba estratégicamente ubicada cerca de los ventanales, ofreciendo una vista privilegiada. Los hombres japoneses, a quienes supuse serían los señores Tanaka y Yamamoto, se veían impecables con trajes perfectamente ajustados, su postura recta y formal denotaba profesionalismo. A pesar de la incomodidad que parecía provocarles la compañía de Priscila, mantenían la cortesía característica de su cultura.

Priscila, por otro lado, estaba en su elemento, o al menos eso pensaba ella. Llevaba un vestido rojo ajustado que destacaba su figura, con un escote pronunciado que intentaba robar miradas. Su maquillaje era impecable, aunque quizás un poco recargado, y su cabello estaba recogido en un moño alto que buscaba proyectar sofisticación. Sin embargo, cuando sus ojos nos encontraron, toda la seguridad que intentaba emanar se desmoronó en un instante.

Lo primero que vio fue mi brazo entrelazado con el de Liam, y la rabia enrojeció su rostro casi de inmediato. Pero lo peor llegó cuando sus ojos recorrieron mi figura, detenidos en mi vestido negro, que parecía hecho para mí, y el recogido elegante de mi cabello. La intensidad de su expresión podría haber derretido hielo.

Charlotte, siempre rápida con sus comentarios irónicos, sonrió de lado y, con un tono que apenas escondía su diversión, le preguntó:

—¿Qué opinas del look de Emily, Priscila? ¿No crees que está deslumbrante?

Priscila forzó una sonrisa amarga, sus labios tensos traicionando su enojo.

—Claro, está… bonita. Aunque, bueno, Cenicienta ya está un poco pasada de moda, ¿no crees?

El comentario me golpeó más de lo que debería, pero antes de que pudiera reaccionar, noté el ligero endurecimiento en la mandíbula de Liam. Sus ojos se estrecharon mientras dirigía una mirada de advertencia a Priscila, una que hablaba más fuerte que cualquier palabra. Ella se calló de inmediato, su sonrisa desapareciendo como si nunca hubiera estado allí.

Cuando los señores Tanaka y Yamamoto notaron nuestra llegada, se pusieron de pie en un gesto educado, mostrando amplias sonrisas. Uno de ellos, el señor Tanaka, se inclinó ligeramente mientras decía:




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