Entre Risas, Amor y Biberones.

29~ A un latido del Abismo.

_“Hay momentos en los que un solo mensaje, una sola llamada perdida, puede ser la grieta por donde se escapa toda una vida.”_

La puerta de la pequeña iglesia de piedra crujió suavemente cuando la empujé. Adentro, la luz tenue de los candelabros antiguos dibujaba sombras doradas sobre los vitrales. El padre Abelard—alto, de cabello blanco puro, con la espalda levemente encorvada por los años y la voz pausada de quien ha visto demasiado en su vida—me sonrió mientras me ofrecía la mano. Era más que un sacerdote. Su familia había unido en matrimonio a generaciones de Harringtons. El simbolismo era demasiado grande como para no elegirlo.

—Tu abuelo no podía mirar a tu abuela sin quedarse sin palabras —me dijo el padre con una media sonrisa—. Y según lo que me has contado de Emily... tú tampoco.

Solté una risa suave, bajando la mirada mientras asentía.

—Con ella… las palabras se me quedan cortas, padre.

Él me palmeó el hombro con afecto y asintió.

—Entonces sabré que es un honor volver a bendecir a un Harrington.

Nos despedimos en la entrada de la iglesia. El aire fresco de la noche ya caía con la calma de un velo sobre la ciudad. Saqué el teléfono mientras descendía los escalones del templo, y fue entonces cuando vi su mensaje:

"Estoy saliendo de la empresa. Voy al supermercado antes de ir a casa para comprar lo necesario para la cena. Nos vemos luego."

Sonreí. Ese "nos vemos luego" tenía una calidez especial. Toqué el icono de llamada. Una vez. Buzón de voz.

Fruncí el ceño. Probé otra vez.

—Vamos, Em… —musité con el teléfono junto al oído.

Buzón de voz, de nuevo.

Algo se contrajo en mi estómago. No era normal. No para ella. No cuando estábamos en una etapa donde cada pequeña rutina entre nosotros contaba.

Subí al auto con un nudo creciendo en el pecho. Mientras conducía, intenté calmarme. Está bien. Probablemente dejó el teléfono en el asiento, como siempre hace cuando maneja. No pasa nada.

Pero no funcionaba. El malestar en mi cuerpo no tenía una causa concreta, pero era insistente, como una punzada en la nuca que se negaba a ignorarse.

Las luces de la ciudad titilaban a mi paso mientras salía del centro y tomaba camino hacia su casa. Me aferraba al volante con una fuerza innecesaria. La música del auto estaba apagada; no quería más ruido en mi cabeza.

Al cruzar la intersección que daba al desvío hacia su barrio, las vi.

Luces de patrulleros. Rojo. Azul. Rojo. Azul. Y luego el haz blanco de una ambulancia.

Mi pie dudó sobre el acelerador.

"No es ella. No tiene por qué ser ella."

Iba a seguir de largo. Un impulso me decía que no tenía nada que ver conmigo. Que era otra cosa, otro accidente en otra noche como tantas.

Pero entonces lo vi.

Patas arriba, la carrocería aplastada contra el asfalto, el reflejo plateado del faro trasero aún titilando como si no supiera que ya todo había cambiado.

Era su auto.

El corazón me cayó al estómago.

—No… no, no, no… —murmuré con voz quebrada mientras frenaba de golpe, el auto chirriando hasta detenerse.

Bajé tambaleándome, sin sentir los pasos. El frío de la noche no lo sentí. Tampoco noté a los oficiales que gritaban instrucciones o al paramédico que hablaba por radio. Todo lo que podía ver era ese vehículo, su vehículo… y el caos que lo rodeaba.

No podía respirar.

Mi mente se negaba a aceptar lo obvio. Cada latido era un eco violento en mi pecho.

No puede ser ella. No puede ser ella ahí dentro. No puedo perderla. No así.

Y sin pensarlo, comencé a correr.

El mundo a mi alrededor se había reducido a un único punto en el espacio: ese vehículo aplastado y ennegrecido, rodeado de luces parpadeantes y siluetas que se movían con apremio. Sabía que era ella. Podía sentirlo en lo más profundo de mis huesos. El rugido del motor aún vibraba cuando salí del auto, dejándolo abierto, sin importarme nada.

—¡Señor! ¡Deténgase ahí mismo! ¡No puede cruzar! —me gritó un oficial mientras se interponía en mi camino con los brazos extendidos.

Ni lo miré. Seguí avanzando. Mis pasos eran firmes, determinados, instintivos. El caos no me asustaba. Lo único que me aterraba era lo que podía encontrar al otro lado.

—¡Se lo advierto! ¡Es una escena en curso! ¡Aléjese! —otro oficial intentó interceptarme, pero lo esquivé.

Fue entonces cuando una mano más fuerte que las demás me sujetó del brazo. Un oficial de mayor rango, por su uniforme más decorado, me detuvo con firmeza.

—Señor —dijo en tono autoritario—, necesito que se calme y colabore.

Pero yo no podía. No con el alma arrancándose de mi pecho a cada segundo que pasaba.

—Déjeme pasar —dije entre dientes, con los ojos fijos en el vehículo destrozado.

En ese momento, vi a los bomberos luchando contra el metal retorcido del auto. La puerta lateral estaba doblada, semiarrancada, y las chispas volaban de las herramientas eléctricas que usaban para cortarla. Había fragmentos de vidrio por todas partes, charcos de aceite, y en medio de eso… la forma inmóvil de una mujer.

Emily.

Los paramédicos esperaban al lado, camilla lista, oxígeno preparado, guantes puestos. Uno ya sostenía el monitor de signos vitales. El otro tenía en las manos un collar cervical mientras murmuraban entre ellos instrucciones precisas y medidas urgentes. Todo se desarrollaba con una coreografía tensa, experta y cargada de una gravedad que apretó mi garganta.

—¿La conoce? —escuché la voz del oficial, más suave ahora.

No me giré al principio, pero él me sacudió levemente el brazo, obligándome a reaccionar. Lo miré por fin. Sus ojos se encontraron con los míos… y fue entonces que lo supe: estaba llorando.

Las lágrimas caían sin que yo lo hubiera notado, calientes y rabiosas. Me limpié el rostro con la manga, apretando la mandíbula.

—Ella… se llama Emily Hartman —susurré—. Es mi prometida.




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