Entre Risas, Amor y Biberones.

30~ Cuando el miedo tiene nombre.

_“Hay heridas que se ven… y otras que revelan lo que el alma ya sabía: que el peligro no siempre viene del azar, sino de quien decide cruzar la línea.”_

La conciencia volvió como una marea lenta y pesada. Al principio, todo era oscuridad y un zumbido lejano, como si el mundo estuviera bajo el agua. Luego, el dolor. No agudo, sino profundo, envolvente, como si cada célula de mi cuerpo estuviera recordándome que algo había salido terriblemente mal.

Abrí los ojos con dificultad. La luz blanca del techo me cegó por un instante, y el olor a desinfectante me confirmó lo que mi cuerpo ya sabía: estaba en un hospital.

Mi garganta estaba seca, como si hubiera tragado arena. Intenté moverme, pero el cuerpo no respondía como esperaba. Sentía pesadez en los brazos, un ardor en el costado, y cuando intenté mover la pierna izquierda, un dolor punzante me hizo jadear.

Miré hacia abajo. Vendajes. Una férula. Mi pierna estaba inmovilizada.

Fractura.

El aire se volvió más denso. Me dolía todo. Incluso respirar parecía una tarea titánica. Pero lo peor no era el dolor físico. Era la incertidumbre. El vacío en mi memoria.

¿Qué pasó? ¿Dónde estaba? ¿Cómo llegué aquí?

Giré la cabeza con lentitud, y fue entonces que lo vi.

Liam.

Sentado en una silla junto a mi cama, con la cabeza inclinada hacia adelante, dormido.

Su barba estaba más marcada, como si no se hubiera afeitado en días. Las ojeras bajo sus ojos eran profundas, y su postura, aunque quieta, transmitía agotamiento.

Mi corazón se apretó.

¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Ha estado conmigo todo este tiempo?

Suspiré, y el sonido fue suficiente para despertarlo.

Liam se incorporó de golpe, como si lo hubieran sacado de un sueño profundo. Sus ojos se abrieron con rapidez, y al ver que yo estaba despierta, se levantó de la silla y tomó mi mano con fuerza.

—Emily… Dios mío, Emily —susurró con voz temblorosa—. ¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¿Puedes hablar?

Sus ojos estaban vidriosos, llenos de emoción contenida.

—Liam… —intenté decir, pero él ya estaba en movimiento.

—Voy a buscar al médico —dijo, soltando mi mano con cuidado—. No te muevas, ¿sí? Ya vuelvo.

Y salió corriendo por la puerta, dejándome sola y confundida.

La puerta se abrió de nuevo, y el médico entró seguido de cerca por Liam.

El médico revisaba mi historial en la tablet mientras yo intentaba procesar el hecho de estar despierta. Mi cuerpo dolía en cada rincón, como si hubiera sido arrojado por una tormenta. La pierna izquierda estaba inmovilizada, el brazo derecho vendado y sostenido por un cabestrillo, y cada vez que respiraba, sentía el tirón de las magulladuras que el cinturón de seguridad había dejado en mi torso.

—Emily —dijo el médico con voz pausada—, sufriste un accidente hace cinco días.

Cinco días.

—¿Cinco...? —repetí, incrédula—. ¿He estado inconsciente casi una semana?

El médico asintió con delicadeza.

—Al principio entrabas y salías de la conciencia. Murmurabas cosas, respondías a estímulos. Pero luego tu cuerpo entró en un estado de reposo profundo. Lo necesitaba.

Me quedé en silencio, intentando recordar algo más que el impacto, el miedo, la oscuridad.

—Te realizamos varios exámenes —continuó—. Tienes contusiones leves en el abdomen y espalda, el brazo derecho sufrió una dislocación que ya fue corregida, y la pierna izquierda está fracturada. Además, algunas magulladuras por el cinturón de seguridad, pero nada que comprometa órganos internos.

—¿Y los bebés? —pregunté, con el corazón en la garganta.

El médico sonrió.

—Están fuertes. Resistieron la sacudida mejor de lo que esperábamos. Los hemos estado evaluando a diario para descartar cualquier complicación. Hasta ahora, todo indica que están sanos.

Una oleada de alivio me recorrió el cuerpo.

El médico se giró hacia Liam y le habló en voz baja. No pude escuchar lo que decía, pero vi a Liam asentir con gravedad. Luego, el médico volvió a mirarme.

—Si necesitas algo, cualquier cosa, házmelo saber.

Asentí, y él se retiró, dejándonos solos.

Liam soltó un suspiro largo y se pasó la mano por el cabello, despeinándolo aún más. Su rostro estaba marcado por el agotamiento. Las ojeras profundas, la barba crecida, la tensión en su mandíbula… parecía haber envejecido años en estos cinco días.

Se acercó a mí con pasos lentos, como si cada movimiento le costara. Tomó mi mano con cuidado, como si temiera romperme.

—Estaba asustado —confesó, su voz apenas un susurro—. Pensé que los había perdido a los tres.

Lo miré con ternura, apretando su mano con la poca fuerza que tenía.

—Pero no pasó —le dije suavemente—. Estamos aquí.

Liam bajó la mirada, sus ojos brillando con emoción contenida.

—Cuando vi el auto… cuando supe que eras tú… —tragó saliva—. Sentí cómo mi mundo se derrumbaba. No podía respirar. No podía pensar.

Su sinceridad me tocó profundamente, pero algo dentro de mí se tensó. Y entonces, los recuerdos me golpearon.

El supermercado.

El auto negro.

Las luces.

La bocina.

El impacto.

El dolor.

El pánico se apoderó de mí. Mi expresión cambió. Me puse seria.

Liam lo notó de inmediato.

—¿Qué pasa? —preguntó, con el ceño fruncido.

Dudé. No sabía si debía decirlo. No sabía si era el momento. Pero su mirada me sostuvo, firme, segura.

—Sea lo que sea —dijo con voz grave—, confía en mí. Dímelo.

Tomé aire. El silencio se volvió pesado.

—Sé quién me atropelló —dije finalmente.

Liam se quedó en blanco.

—No fue un accidente.

Su rostro se endureció, pero no dijo nada. Esperó.

—Fue Patrick Sullivan —solté, sin rodeos.

El silencio que siguió fue absoluto. Como si el mundo se hubiera detenido.

Y en ese instante, su mirada cambió. Ya no era solo miedo. Era furia. Era protección. Era amor.




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