_“Hay verdades que no se gritan… se susurran, porque basta con nombrarlas para que el mundo se quiebre y la furia despierte.”_
Los oficiales se acomodaron frente a mí con una seriedad que me hizo enderezarme en la cama, a pesar del dolor. Sentí la mirada de todos sobre mí, como si el aire se hubiera vuelto más denso, más expectante.
—Señorita Hartman —dijo uno de ellos, con voz firme pero amable—, necesitamos que nos cuente todo lo que recuerde del accidente. Cada detalle puede ser importante.
Tragué saliva. Mi garganta aún estaba seca, pero asentí.
Cerré los ojos por un momento, intentando reconstruir el caos.
—Salí del supermercado… —comencé, con voz baja—. Coloqué las bolsas en el maletero. Recuerdo que miré a mi alrededor. Había un auto negro estacionado bajo un árbol. Me pareció familiar, pero estaba lejos. No le di importancia.
Abrí los ojos, buscando en mi memoria.
—Luego, cuando iba camino a casa, vi los faros por el retrovisor. Me encandilaron. Pensé que el conductor quería pasar, así que intenté hacerme a un lado… pero no me dejó. Me bloqueaba. Tocaba la bocina. Aceleraba.
Mi voz tembló. Liam se movió en su silla, y lo miré de reojo. Tenía los puños cerrados con fuerza, los nudillos blancos, y respiraba con dificultad.
—¿Tuvo algún altercado con el atacante antes del accidente? —preguntó el otro oficial.
La pregunta me golpeó como un puñetazo.
Miré a Liam. Su mirada estaba clavada en el suelo, pero su cuerpo entero era tensión pura.
—Tuvimos una pequeña diferencia en la oficina —respondí, eligiendo las palabras con cuidado—. Nada grave. Solo… lo puse en su lugar una vez.
Los oficiales se miraron entre ellos, como si intentaran decidir si eso era suficiente motivo para que alguien intentara matarme.
Fue Liam quien rompió el silencio.
—Sullivan fue despedido —dijo con voz grave, sin levantar la vista—. No solo por lo que pasó con Emily. Después de que ella lo enfrentó, varias empleadas se animaron a denunciarlo por acoso laboral.
Los oficiales lo miraron con atención.
—Él se lo tomó personal con ella —añadió Liam, con los dientes apretados—. Muy personal.
Los oficiales asintieron, comprendiendo que el motivo era más que suficiente.
—Vamos a emitir un boletín de búsqueda y captura —dijo uno de ellos—. Y colocaremos dos oficiales de custodia fuera de esta sala por si Sullivan decidiera aparecer.
Eso me tranquilizó. Un poco.
Pero no a Liam.
Su mandíbula seguía tensa, y sus ojos no se habían movido de ese punto invisible frente a él.
Cuando los oficiales se retiraron, el silencio volvió a instalarse en la habitación.
Ryan, como si fuera parte de una coreografía silenciosa, se levantó y comenzó a caminar junto a Liam.
De un lado a otro.
De un lado a otro.
Como dos leones encerrados.
Mi paciencia se rompió.
—¿¡Pueden dejar de hacer eso!? —exploté, con la voz cargada de frustración—. ¡Me están poniendo de los nervios!
Liam se detuvo en seco.
A los pies de mi cama.
No dijo nada.
Solo me miró.
Una sola mirada.
Y fue suficiente.
Charlotte, Ryan y Macy entendieron al instante.
Sin decir palabra, salieron del cuarto.
Y entonces, solo quedamos él y yo.
Y el silencio que ya no era incómodo, sino necesario.
Inmediatamente me arrepentí de haberle gritado. Fue como si mi voz hubiera cortado algo sagrado en el aire. El silencio que siguió no fue de alivio, sino de culpa. Lo único que deseaba en ese momento era que Liam y Ryan siguieran caminando, desgastando el piso con sus pasos, lustrando el linóleo con su rabia contenida.
Liam abrió la boca, pero no salió palabra alguna. Cerró los ojos con fuerza, como si necesitara apagar el mundo por un segundo. Lo intentó de nuevo.
—¿De verdad eres consciente… —dijo al fin, con la voz quebrada— …de lo cerca que estuviste de morir?
Me quedé quieta.
—Todo por culpa de ese idiota —continuó, con los ojos ardiendo—. Porque no pudo aceptar que lo despidieran. Porque en vez de enfrentarse a mí, como debía, decidió atacarte a ti.
Su voz se rompía entre la furia y el dolor.
Yo solo podía mirarlo.
Intentaba comprender su enojo, su desesperación.
Y entonces me puse en sus zapatos.
Lo imaginé a él en esta cama, con el cuerpo vendado, los ojos apagados, y yo sin poder hacer nada.
Me habría vuelto loca.
Me habría roto.
Así que lo entendí.
Le sonreí con suavidad, y le susurré:
—Estoy aquí, Liam. Estoy viva. Y los bebés también.
Pero él no respondió.
Puso sus manos sobre el respaldo de los pies de la cama, y sus nudillos se pusieron blancos por la fuerza que ejercía al sostenerlo.
Sus hombros comenzaron a temblar.
Y fue entonces que lo vi.
Estaba llorando.
No eran lágrimas silenciosas. Eran lágrimas de rabia, de impotencia, de temor.
Sus ojos me miraban como si fuera el tesoro más grande del universo. Como si no pudiera creer que aún estuviera allí, respirando, hablándole.
Le hice una seña con la mano.
—Ven —susurré.
Él fue en silencio.
Se sentó en el borde de la cama, con movimientos lentos, como si temiera romperme.
Su mano acarició mi rostro con una ternura que me desarmó.
La otra se posó sobre mi vientre, con una reverencia silenciosa.
Nos quedamos así.
Sin palabras.
Sin tiempo.
Solo nosotros.
Una hora pasó sin que lo notáramos.
Hasta que la puerta se abrió.
Y la madre de Liam apareció.
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Editado: 18.07.2025