_“Entre risas, telas y discusiones absurdas, descubrí que la felicidad también puede florecer en medio del miedo… cuando el amor decide quedarse.”_
La casa estaba llena de voces, risas y discusiones que se entrelazaban como una sinfonía caótica. Y, por primera vez en semanas, me sentía parte de esa música.
A pesar de que la policía aún no había logrado capturar a Sullivan, algo dentro de mí se había aflojado. Días atrás, el médico me había dado la noticia que tanto esperaba: mi pierna estaba libre. Había sanado correctamente. Ya no más férula, ni muletas, ni limitaciones.
Y como si esa noticia hubiera sido el disparador que todos esperaban, la familia entera corrió a fijar fecha para la boda. Sería en unos días.
La madre de Liam y la mía estaban enfrascadas en una batalla silenciosa pero intensa sobre los colores de los manteles.
—Este es beige almendra —decía mi madre, señalando una muestra con convicción.
—No, eso es beige arena. El almendra tiene un subtono más cálido —respondía la madre de Liam, con la misma firmeza.
Yo los miraba. Los manteles eran beige. Todos. Y para mí, todos iguales. Así que decidí dejarlas en su guerra cromática y me deslicé hacia el sofá donde Macy y Charlotte estaban en plena discusión sobre zapatos.
—Estos tienen el tacón perfecto —decía Macy, mostrando una foto en su celular—. No muy alto, no muy bajo.
—Sí, pero el tono es demasiado brillante. El vestido es más mate —respondía Charlotte, con ojo clínico.
Me reí.
—¿No se supone que los zapatos ni se ven bajo la falda del vestido?
Ambas me miraron como si hubiera dicho una blasfemia.
—¡Eso no importa! —exclamaron al unísono.
Recordé el día en que fuimos a elegir mi vestido. Entre las indecisiones de mi madre, la madre de Liam, Macy y Charlotte, terminé probándome veintitrés vestidos. Veintitrés.
Al final, cuando la tensión entre madres y amigas amenazaba con convertir la tienda en un campo de batalla, propuse una tregua.
—Macy y Charlotte me ayudan a elegir el vestido. Ustedes eligen los zapatos.
Las madres se miraron, suspiraron… y aceptaron.
Macy y Charlotte lo consideraron un acuerdo justo. Tenían gustos similares y sabían exactamente lo que me gustaba. Y los zapatos, bajo la gran falda, no serían protagonistas.
El peinado y maquillaje también quedaron en manos de ellas. Charlotte se encargaría del maquillaje —Macy era demasiado exótica para eso— y ambas decidirían el peinado.
La noche anterior, Liam, Ryan y el padre de Liam habían tenido su despedida de soltero. Liam se había negado, pero Ryan insistió. Y cuando Ryan insiste… no hay escapatoria.
Así que las chicas decidieron hacerme una despedida también.
Pero conociendo a mi alocada mejor amiga, puse como excusa que aún no estaba lista para salir de fiesta.
—Fiesta de chicas en casa —dije.
Macy aceptó con una sonrisa traviesa.
—Perfecto. Así puedo controlar la música, el vino y el escote de Charlotte.
Charlotte le lanzó una almohada.
Y yo, en medio de todo eso, me sentí feliz.
Rodeada de amor, de risas, de planes.
Y aunque el miedo aún vivía en algún rincón de mi pecho, por primera vez en mucho tiempo, no era lo único que latía dentro de mí.
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La noche tenía ese aire tibio y festivo que solo se siente cuando la familia se reúne por algo grande. En el jardín trasero de la casa, las luces colgantes titilaban como luciérnagas artificiales, y el aroma del asado comenzaba a envolverlo todo.
El padre de Liam, Ryan y él mismo estaban junto a la parrilla, discutiendo con pasión sobre el punto exacto de cocción de la carne. Ryan sostenía que el secreto estaba en el marinado, mientras Liam insistía en que el fuego lento era la clave. Su padre, con una sonrisa paciente, los dejaba pelear mientras giraba los cortes con maestría.
Nosotras, las chicas, estábamos en la cocina preparando las ensaladas. Charlotte picaba tomates con precisión quirúrgica, Macy se peleaba con una palta que no quería abrirse, y la madre de Liam discutía con la mía sobre si la ensalada debía llevar cebolla o no.
—¡La cebolla le da carácter! —decía mi madre.
—¡Le da mal aliento! —respondía la madre de Liam, sin perder la elegancia.
Yo solo reía, removiendo el aderezo del cóctel de frutas sin alcohol que me habían preparado especialmente. Era dulce, fresco, y me hacía sentir parte de la celebración sin romper ninguna regla médica.
La mesa estaba lista, la carne comenzaba a servirse, y los brindis se multiplicaban. Copas de vino tintineaban, las risas se mezclaban con el sonido del fuego, y todo parecía perfecto.
Liam se acercaba a mí cada tanto, robándome un beso fugaz entre plato y plato. Yo me ponía nerviosa, mirando de reojo a nuestros padres y al resto de la familia.
—¡Liam! —susurré, empujándolo suavemente—. Están todos aquí…
Él me miró con ese puchero irresistible que sabía usar como arma.
—En las últimas semanas casi no hemos podido estar juntos —dijo, con voz suave—. Solo quiero aprovechar cada segundo contigo.
Me reí, vencida por su ternura, y lo abracé. Su cuerpo se relajó al instante, como si ese gesto fuera todo lo que necesitaba.
Y entonces, sin importarle nada más, me tomó el rostro entre sus manos. Sus dedos eran cálidos, firmes, y sus ojos me miraban como si el mundo se redujera a mí.
El beso llegó como una corriente eléctrica.
Mis dedos se doblaron sobre su camisa, buscando sostenerme.
Una oleada de nervios me embriagó, como si mi cuerpo no supiera cómo procesar tanta emoción junta.
Sentí el calor subir por mi cuello, la piel erizarse, y el corazón latir con fuerza.
Era un beso que hablaba de todo lo que habíamos pasado, de lo que venía, de lo que éramos.
Cuando se separó, sus ojos seguían clavados en los míos.
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Editado: 18.07.2025