_“No fue el lugar, ni la luna, ni el mar… fue su abrazo. Y en él, entendí que el amor verdadero no grita: susurra y se queda.”_
La fiesta después de la ceremonia fue como entrar en un sueño cálido y vibrante. Las luces colgantes titilaban sobre el jardín decorado con flores blancas y doradas, y la música envolvía cada rincón con una mezcla perfecta de romanticismo y alegría. Las mesas estaban llenas de copas tintineando, platos deliciosos y risas que se entrelazaban como melodía de fondo.
Liam no se separó de mí ni un segundo. Bailamos, reímos, brindamos con todos. Yo con mi cóctel sin alcohol, él con su copa de vino, y ambos con los corazones latiendo al mismo ritmo. Charlotte y Macy estaban deslumbrantes, arrastrando a todos a la pista de baile, mientras Ryan se encargaba de que nadie se quedara sin brindar por nosotros.
—¿Sabes que estás oficialmente casada con el hombre más guapo de esta fiesta? —me susurró Liam al oído mientras me hacía girar en la pista.
—¿Oficialmente? —reí—. ¿Y tú sabes que estás casado con la mujer que sobrevivió a veintitrés pruebas de vestido?
—Y aún así logró verse como un sueño —dijo, besándome la mejilla.
Todo era perfecto.
Hasta que vi a los dos oficiales acercarse.
Los mismos que habían estado en el hospital.
Liam los vio también, y me apretó la mano con fuerza.
—Señor Harrington —dijo uno de ellos, con expresión seria pero serena—. Disculpe la interrupción.
—¿Qué ocurre? —preguntó Liam, con el cuerpo tenso.
El otro oficial sonrió levemente.
—Patrick Sullivan ha sido arrestado.
El mundo se detuvo por un segundo.
—¿Dónde? —preguntó Liam, con la voz contenida.
—En un café, a unas cuadras de la iglesia. Estaba solo. Lo reconocimos por la descripción y lo detuvimos sin resistencia. Ya está bajo custodia.
Liam me miró.
Yo lo miré.
Y entonces, como si algo invisible se deshiciera dentro de mí, respiré.
Por primera vez en semanas, respiré sin miedo.
—Gracias —dije, con la voz temblorosa—. De verdad… gracias.
Los oficiales asintieron y se retiraron con discreción.
Liam me tomó entre sus brazos.
—Se acabó —susurró—. Ya está.
Me aferré a él, sintiendo cómo la paz se instalaba en mi pecho.
La música volvió a envolvernos. Las luces, las risas, los abrazos.
Y esta vez, sin sombras.
Solo nosotros.
Solo amor.
Solo la fiesta de nuestra boda.
Y el comienzo de todo lo demás.
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La habitación estaba envuelta en una luz dorada, suave, como si el atardecer se hubiera quedado a vivir entre las cortinas. Afuera, el mar susurraba en la distancia, y la brisa cálida se colaba por el balcón abierto, trayendo consigo el perfume salado de la noche.
Liam cerró la puerta detrás de nosotros con una lentitud reverente, como si no quisiera romper el hechizo que nos envolvía desde que dijimos “sí”. Me miró, y en sus ojos no había prisa, solo devoción.
—¿Estás bien? —preguntó, acercándose con esa sonrisa que siempre me desarma.
—Estoy contigo —respondí—. Así que sí… estoy más que bien.
Me tomó de la mano y me guió hacia el centro de la habitación, donde una mesa pequeña nos esperaba con frutas frescas, pétalos de rosa y dos copas de cristal. La música sonaba muy bajito, apenas un susurro de piano que parecía seguir el ritmo de nuestros corazones.
—No puedo creer que seas mi esposa —dijo, acariciando mi mejilla con la yema de los dedos—. Que después de todo, estés aquí… conmigo.
—Yo tampoco —susurré, sintiendo cómo la emoción me subía por la garganta—. Pero lo deseé cada día. Incluso cuando tenía miedo. Incluso cuando no sabía si llegaría.
Liam se acercó más, y sus brazos me envolvieron con una ternura que me hizo cerrar los ojos. Su abrazo era cálido, firme, como si pudiera protegerme de todo lo que alguna vez nos quiso romper.
—Esta noche —dijo, con voz baja— no hay pasado. No hay sombras. Solo tú. Solo nosotros.
Me besó entonces.
No con urgencia.
Con profundidad.
Sus labios se movían con una delicadeza que me hizo temblar. Sentí cómo mis dedos se aferraban a su camisa, cómo una corriente suave recorría mi espalda, cómo el mundo se desdibujaba hasta que solo quedaba él.
El beso era una promesa.
Una celebración.
Una rendición.
Nos sentamos en el borde de la cama, sin dejar de mirarnos. Liam tomó una de las copas y me la ofreció. Yo la acepté, y brindamos en silencio. Por nosotros. Por la vida que empezaba.
—¿Sabes qué es lo que más quiero? —preguntó, rozando mi mano con la suya.
—¿Qué?
—Que cada noche contigo se sienta como esta. Que nunca dejemos de mirarnos así.
—Entonces no dejes de hacerlo —le dije—. Y yo tampoco lo haré.
Nos recostamos juntos, envueltos en sábanas blancas y en una paz que parecía imposible hace solo unas semanas. Hablamos en susurros, reímos por cosas pequeñas, y cada caricia era una forma de decir “te amo” sin palabras.
La luna se alzó sobre el mar, testigo silenciosa de nuestra primera noche como esposos.
Y yo, con la cabeza sobre su pecho, escuchando el latido que ahora era también mío, supe que no había lugar más seguro en el mundo que sus brazos.
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Editado: 18.07.2025