La brisa marina del puerto del Pireo soplaba con olor a sal y despedidas. El sol
comenzaba a ocultarse tras las colinas, tiñendo el cielo de tonos dorados y carmesí.
Lysandro observaba las embarcaciones que partían hacia otras tierras —Corinto,
Rodas, Esparta— mientras pensaba en lo que Eleni le había propuesto la noche
anterior: abandonar Atenas.
Después del juicio, el nombre de Lysandro había sido limpiado, pero no su
seguridad.
Theron, humillado ante el Consejo, había jurado venganza. Y Calias, aunque
destituido, aún conservaba aliados poderosos.Eleni lo sabía… y cada mirada furtiva, cada paso detrás de ellos, se sentía como una
amenaza.
Aquella noche, mientras las antorchas ardían suavemente en su hogar, Eleni rompió
el silencio.
—No quiero seguir viviendo entre sombras, Lysandro. Si los dioses nos han unido,
no fue para escondernos del miedo.
Podemos empezar de nuevo en otra ciudad, donde nadie intente separarnos.
Lysandro la miró largo rato. Sus ojos, oscuros y firmes, reflejaban la lucha interior.
—Atenas me lo dio todo… —dijo con voz baja—. Pero también intentó quitármelo
todo.
—Entonces déjala atrás —susurró ella—. Nada vale más que nuestra paz.
Él tomó su mano.
—Si partimos, partiremos juntos. Pero no huiremos: elegiremos nuestro propio
destino.
Al amanecer, se dirigieron al puerto. Llevaban pocas cosas: pergaminos,
herramientas, y un colgante que Eleni había heredado de su madre.
Cuando subían a la embarcación, una figura los observaba entre la multitud. Era
Theron, con la túnica oscura y la mirada encendida de odio.
—¿Creen que pueden escapar de mí? —murmuró entre dientes.
Antes de que el barco zarpase, Theron avanzó hacia el muelle, empuñando una
daga. Pero Lysandro lo vio venir. Con un rápido movimiento, lo enfrentó. Los
hombres forcejearon, sus sombras mezcladas bajo el sol naciente.
Theron lanzó un golpe, pero Lysandro lo esquivó y lo desarmó. La daga cayó al agua
con un sonido metálico.—Ya basta, Theron —dijo Lysandro con la voz serena, pero firme—. Has destruido tu
honor, no destruirás el mío.
Theron, derrotado, cayó de rodillas. La multitud que observaba comenzó a murmurar.
Algunos lo señalaron; otros se apartaron con desprecio.
Eleni tomó la mano de su esposo y lo condujo al barco.
El viento se alzó, inflando las velas. Atenas quedaba atrás, difuminada entre la
neblina del amanecer.
Durante horas, navegaron en silencio. Cuando el mar se tornó tranquilo, Eleni apoyó
su cabeza en el hombro de Lysandro.
—¿A dónde iremos ahora? —preguntó.
—Donde los dioses quieran que comience nuestra nueva vida —respondió él—. Lo
importante es que ya no estamos atados al pasado.
Eleni lo miró con ternura.
—Entonces que el cielo de Atenas quede solo como un recuerdo… y que nuestro
amor florezca donde nadie pueda dañarlo.
Y así, bajo un cielo que comenzaba a teñirse de azul profundo, Lysandro y Eleni
navegaron hacia el horizonte.
No sabían qué les esperaba, pero por primera vez, no temían al futuro.
Porque habían comprendido que el verdadero hogar no está en la ciudad donde se
nace, sino en el corazón donde se ama.