Dicen que los dioses rara vez lloran, pero cuando lo hacen, su llanto cae como lluvia sobre la tierra de los mortales.
En una de esas lluvias, mucho tiempo atrás, nació una flor blanca en la isla de Delos, donde alguna vez vivieron Lysandro y Eleni.
Nadie supo su origen, pero el pueblo la llamó “la flor del juramento”, porque florecía solo cuando el cielo se teñía de dorado al amanecer.
Los poetas afirmaban que era el alma de los amantes que desafiaron la mentira y la distancia.
Los sacerdotes decían que los dioses mismos la habían creado para recordar a los hombres que el amor, cuando es verdadero, puede vencer incluso al destino.
Los viajeros que pasaban por Delos contaban que, en las noches tranquilas, podía oírse un eco suave entre las olas —una voz masculina que murmuraba el nombre de una mujer, y una respuesta dulce, como el viento entre los olivos.
Nadie los veía, pero todos sabían que estaban allí.
Bajo el cielo infinito, el amor de Lysandro y Eleni seguía vivo, invisible, eterno.
En Atenas, siglos después, un escultor anónimo talló dos figuras unidas en mármol blanco, mirando el horizonte.
En la base del monumento, grabó una frase que sobrevivió al tiempo:
“Amaron bajo el cielo de Atenas… y los dioses los hicieron eternos.”
Desde entonces, los enamorados que visitan la ciudad dejan flores y promesas a sus pies, creyendo que ellos aún bendicen los corazones que aman sin rendirse.
Y así, mientras el sol sigue naciendo sobre el Egeo, su historia continúa viajando con el viento, recordándonos que el verdadero amor no termina con la muerte…
sino que comienza en el instante en que dos almas se reconocen bajo el mismo cielo.