Capítulo 1:
La carta sin nombre
Los domingos siempre han tenido algo de ritual. Un respiro. Una pausa en medio del ruido. Para mí, eran excusa y refugio: el único momento de la semana donde no tenía que fingir que todo estaba bien.
Como cada domingo, salí con mi cámara colgada al hombro. Era una costumbre casi ritual: caminar sin rumbo, capturar escenas que pasaban desapercibidas para los demás. El cielo estaba despejado, con esa luz suave que solo se da en primavera, cuando todavía no aprieta el calor, pero ya se nota en el aire que algo está cambiando.
No tenía un destino fijo. A veces iba al parque, otras me colaba en algún lugar abandonado, buscando encuadres que contaran historias que nadie más miraba. Ese día no era diferente… o eso creía.
Caminaba despacio, todavía con el sopor del desayuno en el cuerpo, cuando me topé con el cartero en la esquina. Un hombre mayor, de esos que ya conocen cada nombre de la calle. Me saludó con un gesto breve y me tendió una carta.
—Para ti —dijo, sin más.
La tomé, algo desconcertada. El sobre era blanco, un poco arrugado por los bordes, y al tacto, el papel tenía algo áspero, casi como si hubiera viajado demasiado. No tenía remitente. Nada más que mi nombre escrito con una letra que no reconocía, y dentro se veía una simple hoja que se veía a trasluz.
Me quedé mirándola un instante. Algo en esa carta me incomodaba, aunque no sabía bien por qué.Sentí un pequeño nudo en el estómago,como si ese papel guardara un secreto que llevaba demasiado tiempo esperando ser contado… Uno que por fin iba a salir.
Volví a casa, todavía sujetando el sobre con cuidado, sin abrirlo.Sentía un hormigueo en la punta de los dedos. No sé qué tenía pero quería saberlo.
Y en cuanto crucé la puerta, todo se volvió más raro.
Mi madre, que estaba en el salón, alzó la vista y en cuanto vio la carta en mis manos, su expresión cambió. Se levantó de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Caminó hacia mí con pasos rápidos, y antes de que pudiera decir una palabra, me la arrancó de las manos.
Ni una explicación. Ni una mirada que buscara justificar lo que acababa de hacer. Solo ese gesto seco, desesperado por quitarme lo que llevaba entre las manos.
Me quedé ahí, congelada. Vi que se la guardaba en el bolsillo trasero del pantalón y se alejaba hacia su habitación, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.Como si tuviera prisa por esconderlo o leerlo.
No entendí nada. Pero sentí algo.
Como si me hubieran arrancado un pedazo de algo que me correspondía. Que me ocultaban algo.
Me quedé de pie en medio del pasillo unos segundos más, con la mano aún en el aire, como si siguiera sujetando el sobre que ya no tenía.
Y aunque no dije nada en voz alta, por dentro algo empezaba a despertar.
Salí otra vez, esta vez sin rumbo. Tenía la cámara colgada, pero ya no me importaban las fotos.
Era un día caluroso, típico de mayo. El tipo de día en que todo el mundo parece estar de buen humor. Pero yo no. Yo me sentía como una sombra paseando entre gente que brillaba.
El parque estaba lleno de vida: el rumor constante de las conversaciones, los pasos apurados de los niños, el crujido de las bicicletas sobre la grava. Un perro ladraba a las palomas como si pudiera alcanzarlas alguna vez. Olía a césped recién cortado y a helado de limón.
Yo caminaba como si todo eso no tuviera que ver conmigo.
Me senté un momento en un banco, sin intención de hacer fotos. A mi lado, una pareja se hacía selfies mientras se reía por cualquier tontería. Les envidié. No por su relación, sino por lo fácil que parecía todo en su mundo. Sin cartas misteriosas. Sin silencios que pesan.
A lo lejos vi a unas niñas jugando. Se reían, corrían. Una de ellas le trenzaba el pelo a la otra con torpeza y cariño. Eran tan parecidas que debían de ser hermanas. Me sentí mal. Me detuve sin darme cuenta. Y se me escapó una sonrisa pequeña triste, de esas que se forman cuando algo dentro de ti se rompe suave, sin hacer ruido.
Como si verlas me hiciera recordar algo que nunca tuve. O algo que sí tuve, pero ya no.Ya no aguantaba el nudo que tenía en el pecho y me levanté.
Siempre me había preguntado cómo sería tener una hermana. O al menos… una figura paterna que no fuera solo un silencio en casa.
Seguí caminando. Las parejas se regalaban gestos tiernos, los niños corrían por el césped, las familias hacían picnics en mantas de colores. Todo parecía tan... lleno.
Y yo, tan vacía.
No fue hasta que sentí una lágrima caliente bajándome por la mandíbula que me di cuenta de que estaba llorando.
Sentía que no tenía a nadie. Como si algo me faltara para estar completa.
Aun así, seguí haciendo fotos, esta vez de paisajes. Como si quisiera distraerme de todo eso que me removía por dentro. Pero no sirvió de mucho.
Cuando el calor empezó a ceder, decidí volver a casa. Esta vez con la firme intención de hablar con mi madre.
Ya frente a la puerta, la sensación de vacío volvió. Todo lo que había visto en el parque seguía pesándome.
Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba entender.
Abrí la puerta.
Mamá estaba en la cocina del piso que compartimos.Yo aún no podía permitirme vivir sola, y ella tampoco estaba lista para dejarme ir.
Junté fuerzas. Iba decidida a enfrentarla. Pero antes de que pudiera abrir la boca, fue ella quien me detuvo.
—Cielo, tenemos que hablar. Mañana me voy de viaje unos días a Galicia por trabajo. Me darán unas imágenes importantes —dijo, como si quisiera esquivar lo que yo iba a preguntarle.
—Mamá, sé que tu trabajo es importante, pero necesito que me hagas un favor antes de irte. Uno muy pequeño.
Me miró con una expresión extraña. Era difícil saber si lo que escondía era miedo o simplemente confusión.