Entre Segovia y Montreal.

Capítulo 3 :El tío Manu ; donde aún queda hogar

Capítulo 3:

El tío Manu: donde aún queda hogar

La primera persona en la que pensé fue mi tío Manu. La persona en la que más confío y quiero con todo mi corazón.

Siempre ha sido mi refugio. Un hombre encantador, algo mayor, sí, pero con una de esas almas jóvenes que no envejecen nunca.
Gracioso, educado, respetuoso hasta la médula. Como un padre, pero también como un amigo de esos que nunca te fallan en situaciones difíciles.

Sabía que si le llamaba, no me pediría detalles. Solo me preguntaría si estaba bien y me diría que le llamara si lo necesitaba.

Así que decidí hacerlo. Pero antes, volví a rebuscar entre las cosas de mi madre. No quería más explicaciones, solo una forma de llegar hasta él.

Me pusé unos jeans negros cortos, y una blusa blanca ligera. Pasé por el baño para arreglarme los pelos que tenía de haber dormido en el suelo de la cocina. No me maquillé, no tenía ni ganas ni fuerzas.

Encontré algo de dinero, lo justo para un billete de ida y vuelta en AVE. Cádiz no estaba cerca, pero eso no importaba. Tendría que ir hacía la estación de aquí, para luego hacer un transbordo en Madrid, para finalmente llegar a Cádiz.

Cuando pudiera cogería un taxi y no me lo pensaría dos veces.
Lo importante era verle. Porque él siempre supo leerme mejor que nadie.

Volví a colocar todo más o menos donde estaba. No era perfecto, pero ya no tenía tiempo para perfecciones.
Tenía prisa. Si quería llegar hoy, tenía que coger los últimos billetes para el AVE. Era mi única opción, y siendo ya mediodía, sería el último que saldría hoy de la estación. El reloj estaba en mi contra.

Preparé una mochila a toda velocidad. Puse unas camisetas por si volvía para la maleta de Montreal. Conocía a Manu y si iba a verle no le serviría un solo día.
Metí el portátil, un cargador —y lo más importante— la carta.
Seguía cerrada. Intacta.

Las yemas me quemaban.Aún no estaba lista para leerla… pero no pensaba dejarla atrás.

Quería abrirla. La abriría pero en el trayecto. No quería perder más tiempo.

Solo con rozarla se sentía como una punzada en el pecho. Ya estaba lista. La mochila cerrada.
El billete en la app del móvil. Todo preparado.
Me quedé de pie en medio del salón, con la mirada fija en la puerta.

Y entonces me asaltó la duda.

¿Debería decirle algo a mi madre?
No sabía si lo hacía por responsabilidad… o por miedo. Al fin y al cabo era mi madre. De algo tendría que informarla.
Parte de mí sentía que, si salía de casa sin avisar, cruzaría una línea. ¿No era mi deber de hija avisarla?
Pero ¿y si no? ¿Y si esta vez lo correcto era irme sin mirar atrás?

Saqué el móvil.
Abrí la conversación.
Escribí: “Estoy bien. Solo necesito unos días.”
Pero no lo envié.

Me quedé mirando las palabras como si fueran ajenas. Como si después de todo no la debía explicaciones
Y borré el mensaje.
No iba a explicarle nada. No ahora.

Ella fue quien eligió el silencio primero.
Ahora me tocaba a mí encontrar mis propias respuestas. Sin permiso. Y sin avisar a nadie.

Cogí las llaves y di un último repaso al piso, como si me estuviera despidiendo de él. Por un momento me invadió la idea de no volver. Pero no podía hacerme esto. Estaba empezando a pensar que estaba reaccionando de manera ilógica.
Y sin aviso repentino, volvió. Esa sensación: un agujero dentro de mí.
Desde que apareció aquel sobre, me sentía vacía, incompleta, como si me faltara algo.
Y ya sabía qué era.
Vega.

Empecé a bajar las escaleras. El piso era antiguo, y el ascensor no siempre funcionaba. Vivíamos en un cuarto piso, sin lujos.

En el segundo piso vivía la señora Flores, una mujer mayor, encantadora, siempre con esa elegancia discreta que la hacía parecer salida de otra época.
Al pasar por su puerta, me asaltó un recuerdo.

Otro flashback.

Éramos —supuestamente Vega y yo— dos niñas sonriendo mientras ella nos ofrecía galletas con pepitas de chocolate caseras.

Sentí un dolor de cabeza insoportable.
Como si mi memoria estuviera intentando abrirse a empujones con cada recuerdo.
Como si cada rincón de mi infancia escondiera una llave para desbloquearla, poco a poco. Como si en cada lugar donde hubiese algo olvidado fuese a salir. No importaba si a la fuerza o no. Pero iba a volver a la superficie.

Ya estaba en la calle.
No había vuelta atrás, y tampoco la quería.
Estaba decidida en ir a ver al tío Manu.

Levanté la mano y cogí el primer taxi que pasó.
Me tranquilizó ver que el conductor no era muy hablador. Tendría unos treinta años y el gesto tranquilo de quien lleva mucho tiempo haciendo lo mismo.
Se notaba que conocía cada calle, cada plaza.
Como si llevara un mapa mental de Segovia en la cabeza.

El viaje no iba a ser largo, pero yo ya sabía cómo ocupar ese tiempo.

Ya habíamos salido de mi barrio, un rincón pequeño y modesto en el centro de Segovia.
Sabía que tenía algo de tiempo, así que intenté aclararme la mente, aunque era casi imposible.
Había preguntas que se me clavaban como espinas:
¿Por qué mi madre me lo está ocultando?
¿En qué parte de esto me está "protegiendo"?
¿Vega lo sabrá?

Intenté dejar algunas dudas a un lado y centrarme en lo esencial: en lo que yo quería.
Necesitaba ordenar mis pensamientos.
Tengo una hermana. Una hermana de la que no supe nada hasta los 17 años. Y lo averigüé de malas formas.
Mi madre, por razones que aún no entiendo, no hizo nada para que la recordara.
Ahora estoy de camino a la estación de AVE, rumbo a ver a mi tío Manu en otra provincia.
Y todo esto, sin que mi madre lo sepa.

¿Y si Manu ya no vive allí?
¿Y si no está?
¿Debería avisarle de que voy? ¿Decirle la verdad?
¿Se alegrará de verme o pensaré que estoy loca?
Quiero pensar que sí. Que se alegrará. Qué después de años sin vernos, nada habría cambiado.
Porque si hay alguien en este mundo que nunca me ha fallado, es él. Y en este momento no estaría bien romper esa racha.
Y si ahora no me recibe… entonces no sé qué haré.



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En el texto hay: familia, descubrimientos, drama

Editado: 19.06.2025

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