después de lo sucedido en el mar, con Mario, ambos nos dirigimos al bar sin decir ninguna palabra, él se había dado cuenta del fenómeno que estaba en el cielo cuando nos besamos, la aurora boreal que había creado, lo había hecho sin darme cuenta.
y eso significaba, algunos problemas, el no sabia quien eran mis padre y a pesar lo de esa noche no me arrepiento de haberlo besado.
era primera hora de la mañana, yo me encontraba sentada en la cama mientras Heley seguía dormida a mi lado, no podía dejar de pensar, en lo sucedido con Mario, sus labios eran tan suaves que quería seguir teniéndolos en los míos, este sentimiento era mucho mas grande, a diferencia de la primer vez que me beso cuando me salvo.
...No sabía cómo manejarlo. Había tantas cosas en mi cabeza: tenía que salvar a Sofia, encontrar las Piedras Lunas, mi destino como hija de dioses, la amenaza de Nefelyo... y ahora esto.
Un sentimiento que no podía controlar, como una llama encendida en medio de un invierno eterno.
Miré por la ventana de la pequeña habitación en el piso superior del bar La Esperanza. El cielo aún estaba teñido por los restos de aquella aurora, que yo misma había provocado sin querer. Colores danzaban con pereza en el horizonte, como si el mundo aún soñara. ¿Qué significaba eso? ¿Que mis emociones estaban ligadas a la magia de la noche y de la luna? ¿Que Mario despertaba algo en mí que iba más allá de lo humano?
Suspiré, llevando los dedos a los labios, recordando el roce de los suyos, tan distintos, tan... profundos. Esta vez no fue por impulso, ni por salvarme. Fue porque ambos lo deseábamos. Y cuando nos miramos después, sin necesidad de palabras, supe que él también lo había sentido.
Me puse de pie lentamente para no despertar a Heley. Caminé descalza por la habitación, necesitaba pensar con claridad. Pero era inútil. Cada rincón de mi mente volvía a Mario, al calor de su piel, a su voz grave diciéndome mi nombre en la canoa, con un susurro que parecía contener todo el océano.
Entonces la puerta crujió suavemente.
—¿No puedes dormir? —Era la voz de aquel dios—.
Me giré con el corazón en un puño. Daniel estaba en la puerta, recargado con un brazo en el marco. Su cabello pelirrojo con mechones dorados iba bien peinado, brillando como si captara luz de algún otro lugar.
—¿Cómo llegaste hasta aquí?—le pregunte mientras me acercaba a el y serraba la puerta detrás de mi—¿se supone que ya me ayudaste con la piedra luna?¿no deberías estar en el Nerón?
—lo se, pero, necesito hablar con alguien—parecía hablar enserió—.
—esta bien, vamos abajo—el asintió mientras yo fruncía el ceño—.
Bajamos sin hacer ruido, las viejas escaleras de madera del bar La Esperanza crujieron bajo nuestros pies, pero no despertaron a nadie. A esa hora, solo el sol parecía querer acompañarnos, deslizándose tímido por los cristales sucios del ventanal. Daniel caminaba a mi lado, más callado de lo habitual. Ese fuego burlón que solía encenderse en su mirada no estaba. Algo en él se había apagado, y eso, viniendo del dios del fuego, era preocupante.
Nos sentamos en una mesa del rincón más alejado. Él miró sus propias manos un momento, como si fueran ajenas. Yo crucé los brazos sobre la mesa, esperando.
—Tú hablaste de Brisa anoche —dijo al fin, sin rodeos—Dijiste que era mi hija. Lo es. Pero no fue desterrada como los otros semidioses.
Mis cejas se alzaron, sorprendida.
—¿No?
Negó con la cabeza.
—Vivía conmigo. En Sidris, mi reino. Era feliz, Leya. La crie junto a su madre... la única mujer que he amado. Era todo para mí —su voz se quebró apenas, un filo de ceniza en su garganta—Pero cuando ella murió, no supe cómo seguir. Todo lo que tocaba se quemaba. Me dije a mí mismo que Brisa estaría mejor lejos. La dejé en manos de las mujeres de la noche, en una ciudad peligrosa... creyendo que aprendería a defenderse de la maldad de la gente.
—¿Y el destierro de los semidioses?
Daniel dejó escapar una risa amarga.
—Una excusa perfecta. Lo inventé con los otros dioses para justificar mi decisión. No era un castigo. Era... cobardía. Me escondí detrás de una ley divina para no enfrentar lo que sentía. Abandoné a mi hija, pero le hice prometer a ella, que cuando cumpliera sus 20, ella vendría a mi a reclamar lo suyo, pero he sido un cobarde, no le he podido dar la cara.
El silencio cayó entre nosotros como una sombra densa. Sentí un nudo en el pecho. No porque me sorprendiera, sino porque... lo entendía.
—Mi madre también me dejó —dije con suavidad—Queda. La diosa del invierno. Nunca supe por qué. Solo sé que un día dejó de estar. Crecí preguntándome si había hecho algo mal, si no fui suficiente. A veces me pregunto si me mira desde lejos. Si piensa en mí. Pero aun así... quiero entenderla.
Él me miró entonces. Por primera vez, sin esa arrogancia que lo vestía como una capa.
—¿Y si Brisa no quiere entenderme? —preguntó—¿Y si me odia?
—Tal vez lo haga —respondí con honestidad—Tal vez tiene razones. Pero si no le hablas... si no intentas... entonces nunca vas a saberlo. Ella no necesita que seas un dios. Necesita que seas su padre.
Daniel bajó la mirada. Por un segundo, parecía un hombre, no un dios. Y eso, en alguien como él, era más poderoso que el fuego. El sol se empezaba asomar por las ventanas, con destellos que iluminaba todo el bar sin gente.
—A veces el mayor acto de valentía no es enfrentarse a un enemigo —continué—Es enfrentarse a las personas que más amas, sabiendo que podrías perderlas.
El silencio volvió, pero esta vez no pesaba. Se sentía como un descanso. Como un momento suspendido entre lo que fue y lo que podría sanar.
Daniel asintió con lentitud.
—Gracias, Leya. Tal vez... aún no es tarde.
Daniel apoyó los codos en la mesa, entrelazando los dedos como si tratara de contener el fuego que aún ardía en sus venas. El amanecer avanzaba lentamente tras la ventana, y por un momento, el mundo pareció sostener la respiración con nosotros.