Llegué al consultorio hecha un manojo de nervios. La ansiedad me subía por la garganta, pero la emoción me mantenía en pie. Después de tantos desvelos, finalmente estaba ahí: en mi propio consultorio. Un espacio donde podría ayudar a sanar algo que casi nadie ve, porque todos corren al médico por un brazo roto, pero… ¿y las fracturas invisibles de la mente? ¿Cuándo se dignarán a atenderlas?
Revisé que todo estuviera en su lugar. Cada detalle lo había cuidado con obsesión junto a Kath, mi amiga diseñadora de interiores. Ella hace magia. Nos conocimos en la universidad por un pequeño accidente en el pasillo que, cada vez que recuerdo, me arranca carcajadas. Desde ese día, nuestras vidas se entrelazaron. Yo soy su psicóloga personal, y ella, sin duda, mi arquitecta emocional.
La cámara de la laptop estaba perfectamente ajustada… aunque ya la había revisado unas cinco veces. Parecía una manía. No es que estuviera mal, es que yo sentía que me veía mal. La pantalla me devolvía una imagen con una sola frase escrita en el rostro: primer día en el trabajo soñado.
—Relájate, eres psicóloga. Deberías saber manejar esto —me susurré, tratando de ignorar el temblor en mis manos.
El consultorio online apenas llevaba dos días abierto y ya tenía mi primera cita. Nombre del paciente: Andrés Ramírez. Edad: 29. Motivo de consulta: “Mi hermana me obligó”.
Fruncí el ceño. Fantástico. Mi primer paciente, motivadísimo… Pasé la mano por mi cabello en señal de frustración.
De pronto, la pantalla se iluminó con el sonido de la conexión entrante. Y allí estaba él. Cabello revuelto, sonrisa ladeada, mirada descarada. Como si hubiera salido de la cama cinco minutos antes.
—¿Eres la psicóloga Marina Torres? —preguntó, inclinándose hacia la cámara como si quisiera atravesarla.
—Sí. Y tú debes ser Andrés… —respondí con un tono que intentaba sonar profesional.
—Bueno, técnicamente estoy aquí bajo coacción familiar. Así que si me preguntan, yo no vine por voluntad propia —dijo, levantando un café como si brindara conmigo.
—Entiendo… —contesté, arqueando una ceja—. Entonces dime, ¿qué esperas obtener de estas sesiones?
Andrés se quedó pensativo, con los ojos fijos en mí. Su expresión parecía seria hasta que abrió la boca:
—¿Un certificado que diga: “Ya no molesten a este pobre hombre”?
Me mordí los labios para no soltar la risa. Genial. Mi primer paciente no solo no creía en la terapia, sino que además parecía dispuesto a convertir la sesión en un show de comedia.
Pero, contra toda lógica, algo en sus ojos brillantes me decía que esa no iba a ser una consulta cualquiera. Había algo hipnótico en ellos… como si me retaran a descubrir la verdad detrás de su máscara. de sus palabras. Y, aunque no debería, sentí una peligrosa curiosidad por seguir perdiéndome en esa mirada.
Besos.... Comenten
Espero que disfruten la historia de Marina y Andrés, una trama cargada de risas, enredos y miradas inesperadas… porque a veces, seguir las reglas puede ser lo más difícil de todo.