Después de unos treinta minutos, la sesión terminó. Me sentía frustrada. No por lo que había dicho o hecho mi paciente, sino por esa sensación extraña, como si Andrés Ramírez hubiera removido algo en mí que había permanecido enterrado durante años. Era incómodo, como si me hubiera desarmado con solo mirarme.
Una llamada me sacó de mis pensamientos. Al mirar la pantalla, vi el nombre de Kath.
—Dime, amor —contesté con un suspiro.
—¡Te voy a llamar más seguido, amor! —dijo con su energía habitual—. Te estoy llamando para invitarte a salir. Terminé por fin el diseño de interiores que me tenía agobiada y el cliente quedó encantado, así que ¡hay que celebrarlo! Y además, mi componente ya tiene su consultorio. ¡Doble festejo! Di que sí, por favor. Siempre dices que no.
—Kath, es que tengo cosas por hacer…
Hubo un silencio incómodo.
—Siempre es lo mismo contigo: planes, cosas por hacer... pero es mentira. Lo único que vas a hacer es leer un libro o dormir. ¡Grandiosos compromisos los tuyos! Paso por ti a las ocho. No me hagas subir, ya sabes que las cosas se pueden poner feas —sentenció, y colgó sin darme tiempo a responder. Kath siendo Kath.
Atendí a los últimos pacientes de la tarde. Curiosamente, todo fluyó bien, como si la incomodidad de la sesión anterior me hubiera sacudido de alguna manera. Pero el nombre de Andrés Ramírez seguía retumbando en mi mente, negándose a desaparecer.
Salí rumbo a casa a eso de las seis de la tarde. Era suficiente tiempo para prepararme. Aunque fuera contra mi voluntad, ya Kath había hecho planes y yo no tenía escapatoria.
Al llegar, Thor —mi gato negro de ojos amarillos— me recibió con su habitual indiferencia felina. Le serví comida y agua, y me dirigí a la habitación.
Pensaba ponerme algo sencillo, pero sabía que Kath no iba a dejarme salir así. Así que opté por un vestido negro ceñido al cuerpo, con una discreta abertura en la pierna. Aun así, decidí llevar encima una chaqueta negra estructurada, como si aún me aferrara a mi rol de psicóloga, aunque fuéramos a una discoteca.
A las ocho en punto, Kath tocó el claxon desde su auto. Al bajar, me escaneó de pies a cabeza y soltó una carcajada.
—¿Vas a una reunión del colegio médico o a una fiesta? —me dijo con sarcasmo—. ¿Es en serio la chaqueta?
—No empieces —le respondí, pero no pude evitar reír también.
Ella, por su parte, llevaba un vestido rojo con escote en la espalda, el cabello suelto y una sonrisa de triunfo. Tenía esa energía que podía arrastrar a cualquiera.
Nos dirigimos a "Astral", una discoteca moderna, con luces que pulsaban al ritmo de la música y una pista de baile llena de cuerpos en movimiento. Me costó unos minutos entrar en ambiente, pero Kath me puso un vaso en la mano sin darme opción. No supe bien qué era, pero ardía.
—¡Baila conmigo! —gritó sobre la música.
Y bailamos. Al principio, torpemente. Después, con más soltura. La bebida empezó a hacer efecto, y me dejé llevar. Por unos minutos, olvidé mi rol, mis preocupaciones, mis límites.
Fue entonces cuando sucedió.
Giré con un paso algo más amplio, y choqué de frente con alguien. Al volverme para disculparme, me quedé helada.
Era él.
Andrés Ramírez.
Vestía de manera informal pero impecable, y tenía esa misma mirada inquisitiva, esa media sonrisa que no decía del todo si era burla o interés.
—Vaya… —dijo con tono pausado y una ceja arqueada—. No sabía que de noche eras otra persona. ¿Dónde quedó la psicóloga formal y silenciosa? Aunque pensándolo bien esta me gusta más.
Sus palabras estaban cargadas de una doble intención difícil de ignorar. Su mirada bajó un segundo hacia mi vestido, luego volvió a mis ojos. Me sentí vulnerable. Expuesta. Pero también... viva.
—Incluso los psicólogos tienen derecho a bailar, ¿no crees? —respondí, como quien lanza un escudo a toda prisa.
Él no contestó. Sonrió apenas, y dio un paso más cerca. La música seguía latiendo como un corazón acelerado. Su presencia me envolvía.
—Eso pensé —dijo finalmente, con un tono que no supe si era una amenaza, una promesa… o ambas.
Y luego, sin previo aviso, se inclinó hacia mí y murmuró algo al oído.
Lo que dijo fue tan inesperado, tan fuera de lugar, tan directo… que no supe cómo reaccionar.
Me quedé inmóvil. El sonido del lugar pareció desvanecerse por un instante. Todo giraba alrededor de ese susurro.
Pero no voy a repetir lo que dijo.
Aún no.