Y entonces se inclinó hacia mí.
El ruido de la música se volvió distante, como si el mundo entero contuviera el aliento, esperando en silencio lo que iba a decir. Su aliento rozó mi oído, y sus palabras se clavaron sin aviso, directas, precisas:
—Tú no bailas para distraerte, Marina. Bailas para no sentirte sola.
Fue como si alguien abriera una herida que ya había olvidado. Esa frase… no era casual. Era quirúrgica. Dolorosa. Como si él me conociera desde antes de que yo misma supiera quién era.
Nunca nadie había derribado mi escudo tan rápido. Me sentí vulnerable.
Di un paso atrás. No por miedo, sino porque su cercanía me quemaba. Literalmente. Sentía un calor en el pecho que no venía del alcohol ni del baile. Era algo más visceral. Más íntimo.
—No te enojes —añadió con esa calma suya tan desconcertante—. Solo te estoy diciendo lo que veo.
—¿Y qué más ves? —le solté, como quien lanza un cuchillo sin puntería, más por defensa que por ataque.
—Veo a alguien que ha escuchado tanto a los demás, que ha olvidado cómo decir lo que siente. Alguien que se refugia en el control, en la rutina… pero que, en el fondo, está pidiendo a gritos que la vean.
Silencio.
Yo, la psicóloga.
Yo, la que tiene las respuestas.
Yo, la que se anticipa a los discursos ajenos.
No supe qué decir. Pero encontré valor y respondí:
—Ahora eres psicólogo. Cómo cambian los papeles —dije con sarcasmo.
Y entonces, como si supiera que ya me tenía al borde, susurró con una voz tan baja que dolía:
—Ese vestido no es para seducir. Es una armadura.
Fue demasiado.
Ya no quería escucharlo. ¿Qué karma estoy pagando? ¿Qué cuenta pendiente con el universo es esta? Creía que ya había saldado esa deuda.
Ese día ya había sido mucho para mí. La mañana había comenzado con una sesión que me revolcó por dentro. Una de esas que te dejan vacía, con ganas de agarrarlos por las orejas y olvidarte del profesionalismo. Había removido cosas que creía bajo llave.
Y ahora, de noche, me lo encontraba en una discoteca. En esta ciudad, entre tanta gente. ¿Era esto una broma cósmica? ¿Una lección más?
Porque si esto era un cobro emocional, pensé que ya lo había pagado con creces. Pero no. Parece que todavía quedaba saldo pendiente. Y él era el cobrador.
Justo en ese momento, Kath apareció entre nosotros como un relámpago. Su mirada era pura alerta.
—¡Marina! ¿Todo bien? Estás pálida. ¿Qué te dijo este?
—Nada —mentí con reflejo automático—. Solo hablábamos.
—Ajá —dijo Kath, levantando esa ceja que usaba cuando algo no le gustaba—. Pues a hablar se va a un café, no a susurrarle cosas raras a una mujer que está claramente vulnerable. Dime si te dijo o hizo algo y aquí mismo lo dejo en el piso de una bofetada.
Andrés solo sonrió. No molesto. No intimidado. Solo… como si supiera algo más.
—No quiero incomodar —dijo con tono sereno—. Buenas noches, Marina. Me voy antes de que tu amiga se convierta en Canelo Álvarez.
Lo vi alejarse, con esa sonrisa de quien fue a una guerra y ganó la batalla.
Y se fue. Así. Sin drama. Sin mirar atrás.
Pero yo me quedé. Quieta. Vacía. Silenciosa.
Kath me tomó del brazo.
—¿Qué te dijo?
La miré. No quería hablar. Decirlo en voz alta sería aceptar que me había leído. Que me había visto. Que me había tocado… sin tocarme.
—Nada importante —mentí de nuevo.
Kath no insistió, pero su mirada lo decía todo. Sabía que había pasado algo. Algo real.
Salimos de Astral poco después. La noche estaba húmeda, pesada, y sentí que me faltaba el aire. Como si mi cuerpo procesara algo que mi mente aún no comprendía.
Al llegar a casa, Thor me recibió ronroneando a mis pies, como si me hubiera echado de menos más de lo que estaba dispuesto a admitir. Se restregó contra mis tobillos, maulló suave. Como si, de alguna forma, supiera que esa noche necesitaba no sentirme tan sola.
Me recosté, pero no dormí. Repetí sus palabras una y otra vez en mi cabeza, como una letanía:
“Tú no bailas para distraerte, Marina. Bailas para no sentirte sola.”
Y por más que intenté sacarlo de mi mente…
Esa noche, Andrés Ramírez se quedó conmigo.
Demasiado conmigo.