Narrado por Andrés
No fue casualidad.
O bueno… no del todo.
Porque sí, la verdad es que quería encontrarla ahí.
Astral. Ese sitio donde la gente finge que no busca nada, pero todos llegan con algo en la cabeza. Yo sabía que ese no era el tipo de lugar de Marina. Ella era de cafés tranquilos, de libros con frases subrayadas, de silencios que te obligan a pensar.
Pero, aun así, estaba ahí.
Y verla… me descolocó.
Llevaba un vestido negro que no parecía suyo. No porque le quedara mal —al contrario, le quedaba demasiado bien—, sino porque lo usaba como si la estuviera protegiendo. Como si ese vestido fuera una barrera entre ella y el mundo.
Bailaba. Pero no como los demás.
No se soltaba. Marcaba cada paso, como si cada movimiento tuviera que pasar por una revisión interna antes de salir.
Era como si su cuerpo dijera “hasta aquí”, incluso cuando la música le pedía más.
Y eso me atrapó.
No sé por qué, pero me acerqué.
Tal vez porque no soporto ver a alguien escondiéndose. Tal vez porque tengo ese defecto: empujo hasta que algo se rompe.
—No sabía que de noche eras otra persona. ¿Dónde quedó la psicóloga seria y callada? —le dije.
Fue un comentario suave, pero con intención.
Quería que me mirara. Que bajara la guardia, aunque fuera un poco.
Porque eso hago: cuando veo una grieta, no puedo evitar tocarla. Las grietas me dicen más que las sonrisas. Y ella… tenía muchas.
—Tú no bailas para distraerte, Marina. Bailas para no sentirte sola —le solté.
No lo dije para hacerle daño, pero sabía que iba a doler.
Y dolió.
Se le notó en la mirada, como si acabara de verse en un espejo que no esperaba encontrar.
Por un segundo, bajó el escudo.
Y en ese momento, también me vi yo.
Porque, si soy honesto, yo también hago lo mismo.
No bailo con el cuerpo, pero sí con mi actitud, con mis bromas, con mi manera de fingir que nada me toca.
Yo también bailo para no sentirme solo.
Y ella lo notó.
Me vio. No como un tipo más que se le acercó. Me vio de verdad. Y eso me asustó.
Kath apareció justo en ese momento. La amiga. La protectora.
Entró como si supiera que algo estaba a punto de salirse de control.
No me molestó. Entendí el mensaje.
Ella la estaba cuidando. Y tenía razón: yo, en ese momento, era una amenaza. No porque quisiera hacer daño, sino porque tenía la costumbre de tocar donde duele.
Así que me alejé. Sin drama. Sin palabras de más.
Pero mientras me iba, la miré una última vez.
Y supe que algo había cambiado. En ella. En mí.
Porque cuando alguien te ve de verdad, no hay vuelta atrás. Y desde esa noche… no he podido sacarla de mi cabeza. El problema es que cuando me ven, cuando alguien logra atravesar mis defensas, me entra el miedo.
Y cuando me da miedo, hago lo de siempre: huyo. O destruyo. O las dos cosas.