Entre sesiones y enredos

Capítulo 5: Ecos

El lunes llegó con la dureza de un puño.
Me había acostado agotada, pero el descanso no llegó. Thor, mi único testigo, me vio dar vueltas en la cama una y otra vez, mientras las palabras de Andrés se repetían en mi cabeza como un mantra imposible de silenciar.

“Tú no bailas para distraerte, Marina.
Bailas para no sentirte sola.”

La frase era una navaja, y él la había clavado con una precisión quirúrgica.
¿Cómo podía un paciente, alguien a quien apenas conocía, leerme tan rápido?
¿Y por qué sentía esa punzada de verdad… como si me hubiera visto desnuda, sin las capas que tanto me costó construir?

—Qué irónico —murmuré, apoyando las manos sobre el rostro en un intento inútil por despejarme—. La psicóloga con crisis existencial por culpa de su paciente.

Suspiré, levantándome con el peso de la autoconciencia encima.

Busqué la ropa más sobria que encontré en el clóset: pantalón gris, blusa de cuello alto, y una coleta tirante.
Cada prenda era una muralla.
Cada botón, una orden: distancia, límites, control.Profesionalismo.
Necesitaba volver a mi papel, al territorio seguro del análisis y las palabras medidas.

Encendí la laptop y revisé mi agenda. Todo transcurrió sin sobresaltos; los pacientes de la mañana trajeron los mismos miedos cotidianos, las mismas luchas silenciosas que sé manejar con precisión casi automática.
Nada fuera de lo normal…
Hasta que una notificación emergió en la esquina de la pantalla.

Andrés Ramírez – Sesión #2 – 5:00 p.m.

El corazón me dio un salto.
El nombre bastó para desordenarme.

Por un momento pensé en reagendar. Cualquier excusa serviría.
Pero no. No sería profesional.
Y, aunque me costara admitirlo, una parte de mí… quería verlo.

Respiré hondo, ajusté la cámara, verifiqué el ángulo. Mis dedos temblaron un poco, y me odié por eso.

A las 5:02, la pantalla cobró vida.
Ahí estaba.

Misma sonrisa ladeada. Mismo cabello rebelde.
Pero sus ojos... no. Sus ojos estaban distintos.
Ya no había burla en ellos. Solo una calma extraña, como si hubiera llegado dispuesto a no pelear, pero tampoco a rendirse.

—Hola, psicóloga Torres —dijo con un tono suave, casi amable—. Hoy sí vine por voluntad propia.

—Eso es un progreso —respondí, intentando mantener la neutralidad.

—Aunque sigo sin creer mucho en esto —añadió, ladeando la cabeza—. Pero admito que me dio curiosidad seguir hablando contigo.

Tragué saliva.
La línea entre lo profesional y lo personal se volvía cada vez más delgada.

—Esto no es una conversación, Andrés. Es una sesión.

—Claro —repitió, con una sonrisa leve—. Entonces… ¿por dónde empezamos?

Hoy estaba diferente. No desafiante, pero sí presente.
Su voz tenía esa cadencia tranquila que desarma más que el sarcasmo. No era el paciente que busca ayuda; era el que pone a prueba tu estabilidad mientras tú intentas analizarlo.

—Podemos empezar con lo que te trajo aquí —dije.

Se encogió de hombros.
—Mi hermana. Te lo dije. Ella cree que tengo problemas. Sophia siempre exagera todo.

—¿Y tú qué crees?

—Que tengo buena razón para no confiar en la gente.

Lo dijo sin dramatismo, sin dureza. Pero esa simple frase tenía peso.
Peso de heridas, de historias no contadas.

—¿Qué te hizo perder esa confianza? —pregunté con voz baja.

El silencio que siguió fue tan denso que pensé que había cerrado la llamada.
Hasta que lo escuché decir:

—No me la quitaron. La regalé.
Y la persona a la que se la di… no la quiso.

Su mirada se desvió, y en ese instante lo vi. De verdad.
No al hombre irónico de las frases filosas, sino a alguien que alguna vez creyó en algo —o en alguien— y terminó pagando por ello.

Quise decir algo.
Pero las palabras me pesaban.

Porque entendí algo que no quería entender:
Él también tenía grietas.

—A veces uno se protege tanto —le dije despacio— que termina lastimando justo a quienes quieren acercarse.

Levantó la vista.
Esa mirada suya volvió a encontrarme, directa, firme, como si quisiera atravesarme.

—¿Eso te pasa a ti, Torres?

El aire se me escapó de golpe.
Me pilló. Sin anestesia.

—Aquí no se trata de mí, Andrés —dije, demasiado rápido.

Sonrió apenas, con esa media sonrisa que ya sabía leerme.
—Claro. Pero sería más fácil hablar si dejáramos de fingir que no nos estamos mirando.

Mi respiración se desordenó.
No lo dijo como un juego, sino como una verdad incómoda.
Porque sí… lo estábamos haciendo.
Mirándonos más allá de los roles, del consultorio, de las defensas.

—La sesión terminó —dije finalmente, aferrándome a la formalidad como si fuera una cuerda.

—Nos vemos la próxima, Marina Torres.

El tono en que pronunció mi nombre me desarmó.
Era una caricia disfrazada de despedida.

Y antes de que pudiera cerrar la pantalla, añadió:

—No intentes entenderme. Solo… no huyas.

Cerré la laptop.
Pero el eco de sus palabras no se fue.
Se quedó flotando en el aire, en mi respiración, en mi pecho.

No huyas.

Esa noche, cuando me miré al espejo, me di cuenta de algo que no quería aceptar:
No estaba huyendo de él.
Estaba huyendo de lo que despertaba en mí.

Y eso… era aún más peligroso.



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En el texto hay: nuevos comienzos, risas, amor ternura

Editado: 03.11.2025

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