Entre sombras

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Su padre la ayudó a ensillar a Trueno y salieron a cabalgar por la granja como cada sábado por la mañana. Era una de sus rutinas favoritas desde que era niña. Entre mediados de febrero y mediados de abril, cuando las más de mil ovejas alumbraban a sus corderitos, la actividad era febril y Acacia era consciente de que el tiempo que le dedicaba su padre era precioso.

—Tengo tantas ganas de ver a Andy —comentó añorando los paseos en compañía de su hermano.

Siete años mayor que ella, Andy estaba estudiando Ingeniería Agrónoma en Manchester. Por fin había terminado los exámenes del semestre y había anunciado su visita para esa tarde.

—Él también te echa mucho de menos —respondió su padre.

Bill Corrigan observó el paisaje pensativo, ciento setenta acres de fértiles pastos y campos de maíz para alimentar a las vacas y ovejas.

—He pasado toda mi vida en Devon —dijo como hablando para sí mismo—. Mi abuelo me contó de niño que nuestra familia procede de Irlanda, pero no me podría imaginar en ningún otro lugar. ¿Sabes que el nombre deriva de los Dumnonii, la tribu celta que habitaba estas tierras antes de la invasión romana?

—Conozco bien la historia de la región, papá —respondió Acacia riendo—. Te recuerdo que llevas años invirtiendo una fortuna en mi educación.

Su padre sonrió, pero estaba claro que algo ocupaba su mente.

—Algún día todo esto será tuyo y de Andy —continuó con seriedad—. Quiero asegurarme de que comprendes tu herencia.

Cabalgaron un rato en silencio, disfrutando de los débiles rayos de sol de mediados de marzo que conseguían atravesar las espesas nubes.

—Hace poco más de veintitrés años que conocí a tu madre —dijo Bill—. Había ido con Barry a York. Tavistock A.F.C. jugaba contra York City y era el acontecimiento del año. Allí me vi sorprendido por un intenso dolor en el abdomen. Empecé a vomitar y Barry dijo que seguramente era indigestión, pero el dolor era cada vez peor y cuando fue evidente que tenía fiebre, me llevó al hospital, donde me diagnosticaron un ataque de apendicitis y me operaron de urgencia. Tu madre era una de las enfermeras que cuidó de mí y en cuanto la vi supe que era ella. Me quedé en York durante dos semanas, hasta que logré convencerla de que mis intenciones eran serias. Lo dejó todo para venir conmigo, su familia, su trabajo…, la capital del mayor condado de Gran Bretaña por una granja en un pueblo de apenas once mil habitantes.

—Estoy segura de que nunca lo ha lamentado —respondió Acacia. Había escuchado esa historia muchas veces, pero hoy algo parecía diferente.

—Acacia, ¿eres feliz? —inquirió su padre de repente.

—Claro —respondió sorprendida—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Has sido una auténtica bendición para nosotros, lo sabes, ¿verdad? Viniste cuando habíamos perdido la esperanza de tener más hijos. Tu madre deseaba desesperadamente una niña, pero no llegabas. Me dolía tanto ver su sufrimiento y desilusión cada mes y todos esos tratamientos de fertilidad que estaban devastando su cuerpo.

—Y entonces fue cuando Andy me encontró debajo de una acacia —concluyó la joven con una sonrisa recordando la vieja broma familiar.

—Exactamente —respondió su padre con una expresión extraña en sus ojos azules—. Aunque nunca se lo confesé a tu madre, yo me había convencido a mí mismo de que tenía suficiente con Andy. Sin embargo, cuando te tuve en brazos por primera vez y cogiste mi dedo con tanta fuerza, me robaste el corazón para siempre.

—Papá, ¿por qué me estás diciendo todo esto? No estás enfermo, ¿verdad?

—No, no, solo quiero que sepas que te queremos muchísimo y que, pase lo que pase, siempre te querremos.

—Me estás asustando, papá. Ahora me vas a decir que me has vendido a un jeque por diez caballos y cinco vacas.

Bill Corrigan echó la cabeza hacia atrás y el sonido de su risa llenó de ecos el aire primaveral.

 

Al despertarse, Acacia se sintió momentáneamente desorientada. Una noche sin sueños. Volvió a cerrar los ojos y se arrebujó bajo el edredón. Los oídos le pitaban después del concierto.

—Buenos días, mi amor —susurró Enstel—. ¿Has descansado bien?

Acacia sonrió, abrió los ojos y se apartó un poco para dejarle sitio en la cama. Enstel vibraba sólido, como siempre que se había alimentado bien. Se tendió a su lado, casi ingrávido, y la besó suavemente en los labios mientras la envolvía en su esencia. Acacia ronroneó feliz, lo rodeó con los brazos y se apretó contra él, disfrutando de la sensación. Estuvieron besándose hasta que Acacia se separó, el rostro enrojecido y la respiración agitada.

—Te he echado de menos —le dijo—. ¿Dónde has estado?

—Lo pasaste bien anoche, ¿verdad?

Últimamente era tan habitual que Enstel eludiera sus preguntas que ni siquiera se molestó en mostrarse irritada.

—Genial —respondió—. El concierto fue fantástico. Bailamos como posesos y Robbie me besó.




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