★SARA VILLALOV★
Me llevó a casa en silencio absoluto. Cada giro del auto, cada respiración, parecía demasiado pesado. Sentí el frío de su desaprobación y, por miedo a provocarlo, me quedé muda. No me atrevía a mirarlo directamente; el peso de su mirada era suficiente para hacerme sentir desnuda ante él.
Al día siguiente, me levanté y me alisté para ir al trabajo, con el corazón apretado y una sensación extraña en el estómago. Salí de la mansión, y desde el primer paso, la frialdad me golpeó: nadie me hablaba. Cada mirada que evitaba mi rostro se sentía como un recordatorio de que estaba sola, aislada.
Durante el almuerzo, intenté acercarme a mis compañeros, pero se apartaron, como si mi sombra los incomodara. El vacío dentro de mí creció, pero no dije nada. Comí sola, en silencio, dejando que la soledad se impregnara en mi piel. Al regresar al trabajo, la indiferencia persistía, pesada y opresiva.
Cuando terminó la jornada, caminé hacia la mansión con la cabeza gacha. No podía dejar de preguntarme por qué todos estaban enojados conmigo, y un miedo más profundo se abrió paso en mi pecho: ¿y si él también lo estaba? Al llegar, noté que Adrián no había vuelto. Subí a mi habitación, me dejé caer en la cama y, agotada, me dormí.
Mientras dormía, sentí su presencia antes de abrir los ojos: estaba allí, mirándome. Su respiración era lenta, calculada, y la manta que me cubrió era cálida, pero llevaba consigo un leve aroma que solo él podía dejar en mí. Se marchó silencioso, cerrando la puerta tras de sí, y me dejó con una mezcla de inquietud y deseo que no entendía.
Al despertar, estaba sola otra vez.
—¿Dónde vas todos los días tan temprano? —me pregunté, mirando la puerta de su habitación cerrada con un nudo en la garganta.
Bajé a la cocina y, al mirar el calendario, recordé que era mi cumpleaños número 20. Un suspiro escapó de mis labios; no me sorprendía. Los cumpleaños se habían convertido en fechas vacías, recordatorios de que el mundo podía olvidar lo que yo misma empezaba a ignorar.
Minutos después, me arreglé y salí a comprar un pastel. No era especial, no había magia en él, pero lo compré de todas formas. Tomé un taxi hacia un lugar alejado: la playa. Durante el trayecto, mis ojos se llenaron de lágrimas, y el conductor lo notó.
—¿Está bien, señorita? —preguntó, su voz cargada de preocupación.
—S-sí… estoy bien… —traté de disimular, pero no pude.
—No mientas… —dijo, y sus palabras se filtraron dentro de mí como un susurro necesario—Cuando te sientas triste y solo lo mejor es expresarlo, hazlo… no es necesario que te hagas la valiente… a veces solo puedes llorar, no hace falta que finjas que estas bien…
—Feliz cumpleños… señorita…—te voltea a mirar con una sonrisa calida.
—¿Cómo lo supo?
—por el pastel…
Llegamos, y cuando bajé del taxi, me sentí expuesta, vulnerable, pero también viva. La playa estaba desierta y silenciosa, y el
viento jugaba con mi cabello. Me senté en la arena, con el pastel frente a mí, y la vela solitaria brillaba, casi burlándose de mi soledad. Cerré los ojos y susurré mi deseo:
—Si los deseos existen… que no me falte el amor… el amor que se siente en los detalles, en la compañía, aunque esté sola… deseo abrazar mi destino y recordar que merezco ser feliz…
Soplé la vela. La llama se apagó suavemente y el humo se elevó hacia el cielo, como un suspiro que llevaba mis secretos. Me levanté, sosteniendo el pastel, caminando por la orilla, sintiendo la tristeza mezclarse con un extraño alivio.
Al volver a la mansión, esperaba encontrarlo allí, pero no estaba.
—¿Por qué siempre estás lejos…? ¿Sigues enojado? —me pregunté, con un hilo de tristeza.
Su voz surgió de la sombra detrás de mí, profunda, envolvente y peligrosa:
—No… no estoy enojado… nunca lo estuve.
Me giré, y él estaba allí. Sus ojos me atravesaron, y mi cuerpo reaccionó sin que yo pudiera controlarlo. Un escalofrío recorrió mi espalda.
—Perdón… —dije bajando la mirada, incapaz de sostener su intensidad.
—No tienes por qué disculparte… no fue tu culpa. El que debería disculparse soy yo… feliz cumpleaños, Sara —dijo, su voz grave y aterciopelada, con un toque de suavidad que me hizo temblar.
—¿Cómo lo supiste?
—Por el pastel que traes… —susurró, acercándose un poco más, hasta que el calor de su cuerpo rozó el mío—. Te compraré algo… lo prometo.
—Debería deshacerme de este pastel… —dije, intentando reír, pero la tensión entre nosotros era eléctrica.
—¿Por qué lo hiciste… lo del restaurante? —pregunté, incapaz de contener la curiosidad y el deseo que emanaba de él.
—Porque no permitiré que nadie te haga daño… quien lo intente, deseará no haberlo hecho —su voz era un susurro cargado de peligro y posesión, con una sonrisa sarcástica que me hizo estremecer.
—Eres… increíble —susurré, y antes de poder detenerme, lo abracé. Su sorpresa fue breve; luego me rodeó con fuerza, marcando un territorio invisible pero absoluto.
En ese abrazo, el mundo desapareció. Solo quedábamos él y yo, la penumbra de la mansión, el murmullo del viento, y la sensación de que me pertenecía, y yo a él. Cada latido, cada respiración compartida era un pacto silencioso de deseo, posesión y amor oscuro.