★SARA VILLALOV★
Luego de una hora llegamos por fin a la mansión. En cuanto el auto se detiene, salgo casi saltando, como si quedarme un segundo más a su lado fuera un crimen. ¿La razón? Tengo que mantenerme “enojada”. Él no me ha pedido perdón. Y yo hago de mi drama un arte.
Subo a mi habitación casi corriendo y cierro la puerta con un golpe que sacude el pasillo. Me dejo caer en la cama, riéndome sola como una villana amateur que disfruta demasiado de su propio caos. Mi “venganza” no salió como quería… pero la diversión nadie me la quita.
Estoy justo planeando mi siguiente movimiento cuando escucho pasos.
Lentos.
Decididos.
Reconocibles.
No toca. Claro que no.
Olvido que Adrián tiene llaves.
Y las usa sin pedir permiso.
La puerta se abre.
Él entra.
Cierra detrás de sí con calma, como si acabara de atrapar algo que no piensa dejar escapar, me observa desde la entrada, esa media sonrisa casi insolente formándose en sus labios. La que me irrita. La que me gusta demasiado.
—¿Sigues enojada? —pregunta mientras se acerca, cada paso marcando su punto.
—Vete, Adrián —respondo, intentando mantener mi fachada, pero una sonrisa traicionera tiembla en mis labios.
—No lo sé… algo me hace pensar que en realidad no quieres que me vaya —responde, como si leyera cada pensamiento ridículo que estoy intentando ocultar.
—¿Sabes qué? Me voy yo —anuncio, levantándome y caminando hacia la puerta.
Pero antes de llegar, Adrián se mueve.
Ni siquiera me toca; solo se planta enfrente de mí, bloqueándome el paso con su cuerpo, su presencia, su autoridad silenciosa.
Quedamos frente a frente.
Demasiado cerca.
—Quítate —le digo, levantando la barbilla desafiante.
Él no se mueve.
—No vas a irte —murmura, su voz baja, firme, casi peligrosa—. No así. No enojada conmigo.
—no estoy enojada ¿feliz?
—no… no voy a obligarte a nada, Sara —dice con esa calma que me pone los nervios de punta—. No es así como funciona… lo nuestro.
Mi corazón tropieza cuando dice “lo nuestro”. Lo niego de inmediato, aunque sea solo en mi cabeza.
—Entonces deja de actuar como si tuvieras derecho a decidir cómo me siento —le digo, mi tono suena seguro… pero por dentro estoy hecha un desastre.
Adrián ladea la cabeza, sin molestarse, sin darse por vencido.
—no estoy diciendo cómo te sientes—no retrocede. Tampoco se acerca—. Solo quiero que entiendas algo que tú misma llevas ignorando desde hace tiempo.
Mi corazón se acelera, ¿a que se refiere?
—¿Y qué se supone que debo entender? —escupo.
Él me sostiene la mirada, firme, directo… sin una gota de duda.
—Que tú y yo —su voz baja un tono, un tono que me hace temblar por dentro— ya no somos solo compañeros, ni simples conocidos, ni dos personas que fingen no importarse.
Mi respiración tropieza.
—No digas tonterías —murmuro, intentando esquivar la intensidad de sus ojos.
Pero Adrián da una pequeña risa seca, casi dulce, casi peligrosa.
—¿Tonterías? —repite—. Sara… si esto fuera solo una “tontería” no estarías huyendo cada vez que te acercas demasiado a mí.
No tengo respuesta, no tengo una mentira lo suficientemente buena.
Él continúa, sin tocarme, sin imponerse… solo diciendo la verdad que me empeño en negar.
—Si fuéramos solo compañeros… —su voz se suaviza, pero no pierde firmeza— no te afectaría que no te pidiera perdón, no te molestaría mi presencia, no te importaría si me voy… o si me quedo.
Trago saliva.
Demasiado fuerte.
—Y yo tampoco sentiría lo que siento cada vez que te miro—añade, suave pero directo —si tu fueras solo... Alguien más.
Mi pecho se aprieta.
No puedo seguir evitando sus ojos.
—no voy a obligarte a aceptar nada, no voy a presionarte, Solo quiero que veas lo que ya existe.
Quiero contestar, quiero decir algo que rompa la tensión, pero no puedo.
Así que digo lo primero que me sale, lo más estúpido, lo más impulsivo:
—Adrián… tú no eres mi marido, ni tampoco mi hombre mi hombre. — Mi voz suena firme, o al menos intento hacerlo
Él no se molesta, ni se tensa, ni se hiere. Al contrario…La sonrisa que aparece en sus labios es lenta, peligrosa… pero tierna de una forma que me desarma.
—Lo sé —responde—. Aún no lo soy.
Mi pecho se cierra, mis manos se aprietan.
—Pero lo voy a ser —añade con una seguridad que me debilita las piernas— aunque tú no lo aceptes todavía.
Doy un paso atrás sin querer, pero él no me sigue, no invade mi espacio, no cruza la línea. Solo me mira, sus ojos fijos en los míos, intentando entender el nudo de pensamientos que se formó en mi cabeza.
Finalmente, da un paso hacia la puerta.
La abre despacio.
La mitad de su figura queda en la penumbra del pasillo.
Entonces dice lo que me remata, sin girarse, con una calma demasiado íntima para ser casual:
—No quiero que estés enojada conmigo, Sara. —Mi corazón se acelera.—No porque me debas algo… —continúa— sino porque no sería un buen marido si dejo a mi mujer enojada antes de dormir.
Mis pulmones dejan de funcionar, mi mente se queda en blanco, mi cuerpo vibra como si todo mi sistema hubiera recibido una descarga eléctrica.
Adrián, todavía de espaldas, pausa un segundo… como si me diera la oportunidad de negarlo.
Pero no niego nada.
Entonces cierra la puerta detrás de sí, sin drama, sin otra palabra…
Y me deja con un solo pensamiento entendible golpeando en mi cabeza:
¿Desde cuándo lo nuestro llego tan lejos?
---
★ADRIÁN NAVARRO★
Antes de alejarme de la puerta, una sonrisa se me escapa. No es diversión… tampoco enojo. Es algo más simple, más raro: Sara se ve peligrosamente encantadora cuando cree que estoy diciendo algo que “no es verdad”. No sabe cuánto me encanta verla luchar contra lo inevitable.
---
A la mañana siguiente despierto antes del amanecer. No suelo madrugar, pero hoy hay cosas que poner en marcha. Me ducho, dejo que el agua caliente borre cualquier rastro de sueño, y me visto con algo casual pero elegante. No necesito más.
Camino hacia el garaje sin prisa. El eco de mis pasos es lo único que acompaña la calma previa al movimiento. Enciendo el auto y dejo la mansión atrás.
Media hora después llego al punto de encuentro. Mis hombres ya están alineados, formando un bloque silencioso de lealtad y peligro.
—Buenos días, Adrián. Aquí están los 5.410 escoltas, organizados en diez grupos, cada uno con 541 hombres —informa Francisco, firme, sin titubear.
Asiento y paso entre ellos. Todos se enderezan apenas sienten mi sombra.
—Bien… escuchen.
Mi voz se eleva, sólida, cortante.
—El grupo 1 y 2 cubrirán toda la ciudad esta semana. Se turnarán con los grupos 3 y 4. — Mi mirada se mueve entre filas de hombres que no parpadean.—Los grupos 5 y 6 vigilarán la mansión. Nada entra. Nada sale sin que yo lo sepa. Se turnarán con los grupos 7 y 8.
El silencio se vuelve más denso. Eso siempre me gusta.
—Los grupos 9 y 10 viajarán a Rusia. Sin ser vistos. Sin dejar rastro. Van encubiertos… ya saben cómo moverse sin levantar sospechas. —Me detengo. Los observo uno por uno.—Nuestro objetivo se mueve rápido, así que nosotros nos moveremos más rápido. Si detectan una amenaza, una mínima, una sombra fuera de lugar… me informan de inmediato.
Inclino la cabeza apenas.
—A partir de hoy, empezamos a mover las fichas de este tablero. Y no quiero que nadie nos vea venir.
Doy un paso atrás, cruzo las manos detrás.
Francisco espera mis últimas instrucciones.
Los demás, también.
Y entonces lo digo, con la calma de quien ya decidió el final del juego:
—No podemos fallar. No cuando lo que tengo que proteger vale más que todo esto.
Las filas se dispersan para ejecutar las órdenes, cada paso cargando la tensión de lo inevitable.
Y mientras el amanecer termina de romper sobre la ciudad, solo pienso en una cosa:
Sara no tiene idea del caos que estoy preparando…
Y tampoco pienso decírselo. Al fin y a cabo ella no estará involucrada, eso es seguro.