SARA VILLALOV★
Hoy me levanté… no normal, no como cualquier mañana, sino con esa visita indeseada que llega sin avisar y de la peor forma. Andrés llegó, y llegó salvaje. Los cólicos me atraviesan como cuchillas calientes, como si alguien desde adentro quisiera arrancarme el aliento. Sí, exagero… pero solo un poco. A veces me pregunto por qué ser mujer es tan cruelmente difícil.
No pienso levantarme. ¿Desayuno? ¿Cuál? No tengo hambre, solo quiero acurrucarme en mi propia muerte temporal y desaparecer del mundo. Pero tengo que ir al trabajo, o me despedirán.
Aunque no… Adrián no haría eso. Él no. No conmigo.
Me vuelvo a dormir hecha una bolita, apretando mi vientre como si así pudiera detener la guerra que estalla dentro de mí. Y de pronto… todo se apaga. Un negro profundo. Sombras que cruzan frente a mis ojos como figuras de otro mundo. Voces, fuego… llamas lamiendo paredes invisibles. Y una voz, rota, brutal, gritando mi nombre:
—¡Sara!
Abro los ojos de golpe. Estoy empapada en sudor frío. Las sábanas blancas manchadas. — Mierda. —Me llevo las manos al vientre mientras intento recordar aquel infierno que acabo de ver. ¿Fue un sueño? ¿Una visión? Era tan real… tan cercano… pero se deshace en mi mente como humo.
Levanto la mirada. Es de noche.
¿Tan rápido? ¿Cuánto dormí?
Y claro… manché la cama. Perfecto.
Recojo las sábanas con resignación y bajo al salón de lavado en el primer piso. Las meto a la lavadora y me cambio la pijama por una de las nuevas, una de seda blanca y plateada, con bordes dorados… elegante sin querer serlo, suave como un susurro caro. La otra va a lavar con las sábanas. Subo a mi habitación y en el clóset encuentro solo una cobija.
¿Una? ¿En serio?
Voy a morirme congelada.
Aun así, la tomo y me acuesto. Me acurruco, busco el calor… pero no lo encuentro. El sueño llega de nuevo, áspero, exigente.
Horas después, me despierta el frío. Un frío injusto, cruel, clavándose en mis huesos justo hoy. Otro dolor atraviesa mi abdomen, agudo, maldito. Me doblo. Otra punzada.
—Mierda… —susurro entre dientes.
Necesito calor. Necesito… algo.
O más bien, alguien.
Me levanto con dificultad y salgo de mi habitación. Camino por el pasillo oscuro, sosteniendo mi vientre con ambas manos, y me detengo frente a la puerta de el.
La habitación de Adrián.
Entro despacio. Él está dormido. Me acerco paso a paso, tratando de no hacer ruido, pero justo cuando estoy a unos centímetros de su cama, él abre los ojos. Esos ojos grises… o azules… o los dos cuando la oscuridad decide jugar conmigo. Su mirada me recorre, y un escalofrío caliente viaja por mi columna.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con voz baja, sentándose lentamente, como si ya supiera la respuesta.
—Tengo frío… y me duele la panza. —Mi voz es tan suave que apenas existe. No voy a decirle que tengo cólicos. Preferiría morir.
El busca unas pastillas en la mesita de noche.
—Venías por pastillas, ¿cierto? —dice, buscándolas en la mesita de noche.
—Sí… —miento, casi inaudible. Y quizá deseo que él note la mentira.
—¿Así que tienes frío? —Se gira hacia mí, extendiéndome las pastillas.
—Sí… —respondo, pero no las tomo.
—¿Quieres una cobija? —No digo nada.— ¿O quieres quedarte aquí conmigo… y que yo sea tu abrigo?
Lo miro. Y como si mi cuerpo decidiera por mí, asiento.
Él sonríe... esa sonrisa que no es grande, pero lo dice todo.
Me aparta el lado de la cama que da hacia la ventana.
—Ven, mi princesa.
Camino hacia él como una niña perdida en mitad de la noche, buscando refugio. Me acuesto entre sus brazos y él me envuelve, fuerte pero con ternura, como si temiera lastimarme, una delicadeza como si fuera un diamante demasiado valioso. Me cubre con las sábanas, me acomoda en su pecho.
—Mi niña tiene frío… y además está enferma —murmura contra mi frente
Una sonrisa nace en mis labios sin pedir permiso. Me acurruco más en él. Su risa suave vibra contra mi mejilla, cálida, segura. Mariposas empiezan a revolotear en mi estómago… o tal vez son los cólicos. Prefiero creer lo segundo. Lo primero me aterra más.
Siento la respiración de Adrián. Lenta. Segura, Protectora. Y por primera vez en todo el día siento paz...
Cierro los ojos.
Y esta vez me duermo en sus brazos, en el único lugar donde el frío desaparece, en el único lugar que aunque no lo diga aún, se siente como hogar,
Duermo
Con la tranquilidad que solo él… él, con toda su oscuridad y su misterio… puede darme.
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Al día siguiente abro los ojos lentamente, y lo primero que siento es calor.
El calor de él.
Adrián sigue a mi lado, respirando tranquilo, como si mi presencia lo hubiese anclado allí durante toda la noche. Solo esa idea me hace sonreír sin querer.
Me incorporo un poco para mirarlo.
Y descubro que él ya me estaba observando.
¿Desde cuándo?
¿Desde cuánto tiempo lleva estudiando cada detalle de mi cara como si fuera su secreto favorito?
Sonríe. Esa sonrisa suya… tranquila, segura, peligrosa que parece echa solo. Para mi, a veces me pregunto si se la regala a todo el mundo... O si soy la única que la provoca.
—Buenos días, dormilona —murmura con voz ronca.
—Buenos días, señor Navarro —respondo, saboreando su apellido como si fuera un lujo. Él ríe suave, esa risa que se siente más en su pecho que en su boca.
—No sé para qué viniste por pastillas si ni las tomaste —dice, alzando una ceja, divertido.
—¿Y quién dijo que vine por pastillas? —respondo, dejando que mi voz suene inocente… aunque no lo es.
—¿Ah no? Entonces dime… ¿por qué viniste? —Respiro hondo.
Lo miro. Y decido no disfrazar la verdad. —Tenía frío. ¿No lo sabías?
—Claro que lo sabía —contesta inclinándose un poco hacia mí, su voz más baja—. Solo quería escucharlo de tus labios. Que admitieras que estabas buscándome a mí… y no a una cobija.
Su seguridad me derrite.
—Qué bueno que lo sabías… —susurro.
Él se ríe otra vez, esa risa profunda que puede ser tan irritante como encantadora. Luego se levanta con una tranquilidad exagerada y me mira desde arriba.
—¿Vas a quedarte ahí? —pregunta, como si realmente dudara que yo pudiera moverme.
—¿A dónde vas? —frunzo el ceño, siguiendo cada paso que da.
—A desayunar… y luego a trabajar —dice, sin apartar la mirada de mí, como si esperara mi reacción.
Yo suspiro dramáticamente, porque claro, alguien tiene que poner el teatro aquí.
—¿Vas a dejarme sola? Qué cruel —exagero, llevándome una mano a la frente como si estuviera protagonizando una telenovela.
Sus labios se curvan.
—Volveré pronto… —murmura mientras camina hacia el baño.
—No te preocupes, igual yo tengo que ir al restaurante —comento levantándome de la cama.
Él se gira tan rápido que casi se le cae la respiración. Esa velocidad no es normal. Algo en sus ojos cambia, como si acabara de escuchar un crimen.
—No vas a ir al trabajo. Dijiste que estabas enferma —su voz es tan seria que casi me siento regañada.
—No estoy enferma, y eso fue anoche. Si no voy, me despiden.
Adrián cruza los brazos, como si ya hubiera ganado la discusión.
—¿Y quién te asegura que no te va a volver a doler el abdomen, ah? Además, en caso de que lo olvidaras… soy tu jefe. No voy a despedirte por estar enferma.
Admito que eso último suena muy convincente. Y yo, sinceramente, tampoco quiero ir a trabajar. Así que me trago mi orgullo y me dejo caer sobre la cama.
—Está bien… ganaste —gruño, acomodándome las cobijas encima.
Él sonríe un poco—lo suficiente para que yo me dé cuenta—y se mete al baño.
Minutos después sale, solo con una toalla rodeándole la cadera. Su cabello húmedo cae sobre su frente, y una gota recorre la línea de su clavícula hasta perderse en su pecho. Y más gotas frías resbalan por su torso marcado. Es ridículo lo guapo que puede ser alguien tan insoportable.
Lo miro sin darme cuenta… hasta que descubro que él también me mira, con una sonrisa cargada de arrogancia divertida.
—No sabía que eras tan pervertida… —dice con tono inocente. Falso inocente.
—¿Qué? —protesto, llevándome una mano al pecho— ¡Tú sales así! Es tu culpa.
—¿Mi culpa? —alza una ceja— Tú eres la que no puede dejar de mirarme. Acepta que te gusto.
—Eres insoportable —me escondo bajo las cobijas, sintiendo cómo mis mejillas se calientan.
Escucho su risa alejarse mientras va a vestirse. Con esos trajes que lo hacen ver aún más perfecto… ¿Qué te pasa, Sara?
Sacudo la cabeza intentando borrar los pensamientos traicioneros.
Cuando por fin me levanto, voy a la cocina. El desayuno ya está servido, y agradezco no tener que fingir que sé cocinar. Me siento y comienzo a comer. Unos segundos después, Adrián se sienta a mi lado. Su perfume recién aplicado, ese aroma masculino, profundo y caro, me envuelve como si hubiese sido creado para hacerme perder la compostura.
Aparto la mirada, concentrándome en el pan como si dependiera de ello mi vida. Él también empieza a comer, tranquilo, como si no acabara de arruinarme el corazón con un aroma perfecto.