A veces los monstruos están donde menos te los esperas. Algunos nacen, otros se hacen… pero unos pocos se encuentran atrapados en un extraño punto medio, sin saber a dónde pertenecen.
Un bosque envuelto en sombras, solitario, con el silencio como única compañía. La luna apenas se asomaba, y la oscuridad era pesada y densa. Se sentía un frío, una niebla que absorbía todo a su paso, como si el bosque intentara desaparecerlo, llevándolo a un rincón del que nunca podría escapar. Cada paso resonaba en el vacío, un eco hueco que hacía que la noche pareciera aún más interminable.
A lo lejos, susurros suaves, apenas perceptibles, parecían llamarme por mi nombre: voces ácidas que se mezclaban con el viento. Sentía que el bosque respiraba al mismo ritmo que yo, susurrando secretos en un lenguaje que solo yo parecía entender. Como si el lugar y yo fuéramos uno. Como si no hubiera ningún lugar donde esconderse…
—¿Por qué insistes en huir, Kael? Estás solo… y siempre lo has estado.
Las voces dentro de él eran cada vez más fuertes. Eran sombras, susurros, ecos de su propia mente que cobraban vida, recordándole su debilidad, sus fallos, y la inevitable oscuridad que lo consumía.
Nunca conocí lo que era sentirme amado, nunca supe de la gente. La gente solía alejarse al saber que siempre tenía sombras conmigo; me conocían como el "niño maldito", un niño sin padres… al menos, eso decían: un "monstruo". No me molestaba demasiado. La gente me temía; al verme, huían y se ocultaban, convencidos de que con una sola mirada podría leerles hasta el pensamiento más oscuro. Era algo chistoso pensar que, a mi corta edad de seis años, pudiera maldecirlos.
Los entiendo. No es mi culpa que creyeran en mi reputación, en el destino que me atribuían desde que nací. Según la gente, nací en un bosque donde muchos se perdían, un lugar donde quien pisaba no volvía. Decían que allí se escuchaban desgarradores lamentos, susurros engañosos que te atrapaban. Y, más allá, un cementerio: un lugar cubierto de tumbas y árboles caídos, retorcidos en formas extrañas, que parecían hablarme, como si hubiera algo que me uniera a ellos.
El lugar donde vivía tenía la costumbre de amenazar a los que se portaban mal con mandarlos a ese cementerio de almas olvidadas, almas rechazadas y abandonadas por los años, como si alguien pudiera recordarlas…
Otra historia que se contaba sobre mí fue que, en una noche roja, en ese mismo bosque, cuando los espíritus salían de caza, ocurrió una serie de asesinatos. Los pocos que sobrevivieron nunca olvidaron aquellos ojos grises, casi blancos… Nadie esperó que, años después, volvieran a encontrarse con esa mirada. Pero esta vez, me lanzaron piedras hasta hacerme caer, cubriéndome los oídos mientras observaba cómo me herían y humillaban. Esa noche, comprendí que, para los demás, ya no era humano.
Kael cayó de rodillas, sintiendo cómo el frío lo invadía, como si una mano invisible lo aprisionara, sofocándolo hasta romperse. No había consuelo, ni amor, ni manos extendidas hacia él. Solo estaba el peso del monstruo que lo miraba desde el abismo de sus propios ojos, consumiéndolo. Con la mirada fija en la nada, comprendió que, al final, quizás siempre había estado solo.
—Estás solo —se burlaba la sombra, una voz grave y áspera que se mezclaba con el viento—. Nadie vendrá por ti. Nadie puede salvarte.
Con apenas cuatro años, quizás antes, percibía cosas que nadie más veía o entendía. En el lugar donde me acogieron, intenté contarle a la gente, pero siempre me rechazaron o me llamaban loco. Ahí me di cuenta de que estaba solo en un mundo que no me comprendía, y que las sombras eran mi única compañía. Dejé de temerles y aprendí a convivir con ellas, viéndolas en rincones, reflejos o ventanas: pequeñas sombras acompañadas de voces incomprensibles que, aunque no entendía, me hacían sentir seguro. Al comienzo no eran malas, pero luego comenzaron a asustarme; desde entonces empecé a cuestionar y, cuando caminaba por el bosque, una noche vi una figura idéntica a mí observándome desde la distancia. Era mi propio reflejo, pero en sus ojos había un vacío y una frialdad que me helaron hasta los huesos.
Esta visión se repitió durante semanas, con el reflejo susurrándome en voz baja, tentándome a abrazar la oscuridad y aceptar que, al igual que el bosque, yo era un monstruo. Al principio intentaba resistirme, recordando que alguna vez había conocido la bondad en mi amiga perdida, pero el reflejo insistía en que todos me odiaban, que nunca sería aceptado y que la oscuridad era mi único destino.
Mi única amiga fue a los cinco años. La conocí en el bosque, en una noche de luna llena, perdida y asustada. Decidí ayudarla a salir. La niña era amable; no me miraba con miedo y escuchaba con interés mis historias sobre las sombras. Durante unas semanas, nos encontrábamos en el bosque… pero un día, ella dejó de aparecer. Fui al pueblo para buscarla, y escuché que había desaparecido misteriosamente.
—Kael, ¿fuiste tú quien se la llevó? —me preguntaron en el pueblo, mirándome con odio.
—No… yo no hice nada —traté de explicar, pero nadie me escuchaba. Me señalaban, susurrando, y sentía cómo sus miradas me atravesaban.
Una noche, mientras vagaba por el bosque, encontré a mi amiga en el cementerio de almas perdidas. Estaba lastimada, llorando, como si temiera algo. La llevé de regreso al pueblo, pero al llegar, una multitud de personas comenzó a llamarla bruja. Al verme con mis ojos pálidos, los aldeanos la tomaron y, ante mis ojos, le rompieron el cuello, convirtiendo en cenizas a mi única amiga, la única que no me temía…
Aquella noche, lloré por primera vez desde que fui abandonado en el bosque. Algo en mí se rompió definitivamente, y el bosque pareció tomar una parte de mí que nunca volvería a ser la misma.
Los rumores crecieron y decían que yo la había llevado a las sombras, que la había atrapado en mi “mundo oscuro”. Nunca se supo la verdad, y yo jamás volví a ver a mi amiga. Ese dolor y esa soledad comenzaron a crecer en mí, reforzando la idea de que era realmente un monstruo, incapaz de tener un lugar entre los demás.