El problema de un corazón roto no es solo el dolor que deja, sino las dudas que arrastra consigo. Desde que te fuiste, la pregunta más cruel no ha sido “¿por qué me dejaste?”, sino “¿qué me faltó para que quisieras quedarte?”.
Me convertí en mi propio enemigo. Cada vez que me miro en el espejo, ya no busco reconocerme, busco defectos. Busco esa imperfección que quizá te empujó lejos, como si encontrarla pudiera justificar tu ausencia.
La mentira que sembraste no terminó contigo, se quedó conmigo. Creció en mis pensamientos, me convenció de que no valgo, de que soy fácil de reemplazar, de que siempre habrá alguien mejor, más fuerte, más digno de amor que yo.
Me comparo con fantasmas: con las personas que imagino en tus brazos, con los recuerdos que seguro no guardaste, con todo aquello que nunca fui. Y me pierdo en esas comparaciones, como si el vacío no fuera suficiente castigo.
La inseguridad es una sombra que no se va. Se sienta conmigo a la mesa, camina detrás de mí, me habla en las noches más silenciosas. Me recuerda que, aunque tú ya no estés, tu voz aún dicta mis pensamientos.
Quisiera arrancar tu recuerdo, pero ¿cómo se arranca lo que ya se volvió parte de uno mismo?
Quisiera volver a confiar, pero ¿cómo confiar en alguien más si no puedo ni confiar en mí?
El desamor no termina cuando la otra persona se va. Termina cuando uno logra dejar de pelear consigo mismo. Y yo… todavía no gano esa guerra.