No sé en qué momento exacto dejó de doler como antes. Tal vez no hubo un instante claro, sino una suma de días, de lágrimas que se fueron agotando, de silencios que poco a poco dejaron de pesar tanto.
El dolor no desapareció… pero aprendí a mirarlo de frente.
Comprendí que no era yo quien debía cargar con tu mentira ni con tu abandono. No era mi culpa que no supieras amar, ni que tus promesas se quedaran huecas. Durante mucho tiempo me castigué por tus errores, como si mi pecho hubiera sido el lugar donde debían quedarse tus culpas.
Hoy lo entiendo: no me faltaba nada. Te sobraba cobardía.
Empecé a reconstruirme desde lo más simple: despertando sin esperar tu mensaje, mirándome al espejo sin buscar defectos, aprendiendo a abrazarme en lugar de extrañarte.
No es fácil. Hay días en que las cicatrices arden como si fueran nuevas. Pero también hay otros días en que las miro y siento orgullo, porque son pruebas de que sobreviví.
El renacer no se siente como un fuego nuevo, se siente como una brasa que se rehúsa a apagarse. Pequeña, pero persistente. Calienta lo suficiente para recordarme que sigo vivo, que merezco más, que todavía tengo un lugar en este mundo aunque tú no estés en él.
He dejado de esperar que vuelvas.
Ahora espero que vuelva yo.
El yo que se perdió amando demasiado, el yo que dejó de escucharse por escuchar tus silencios, el yo que merece todo lo que nunca supiste darme.
Y aunque todavía camino entre cenizas, sé que las cenizas son prueba de que hubo un fuego. Y de los fuegos, siempre nacen nuevas luces.