La noche había caído sin previo aviso, envolviendo al internado en una atmósfera densa y casi palpable. Mientras las luces de la institución parpadeaban con un brillo tenue, Eurídice se encontraba sola en su habitación, aturdida por una sensación de déjà vu que la había perseguido desde su llegada. Cada rincón del lugar parecía susurrarle secretos inconfesables, y en el silencio de la madrugada, su mente se inundaba de preguntas sin respuesta.
A la mañana siguiente, el sol se colaba tímidamente por la ventana, intentando disipar las sombras de la noche. Eurídice se levantó con una mezcla de inquietud y determinación. Sabía que debía descubrir la verdad, aunque eso implicara adentrarse en territorios prohibidos y enfrentar peligros insospechados. Con la resolución tomada, se preparó para iniciar otra jornada en el internado, donde cada pasillo y cada rostro parecían ocultar una historia olvidada.
Durante el desayuno en el comedor, el ambiente estaba cargado de murmullos y miradas esquivas. Entre tanto, Eurídice notó a Ally, la chica popular de sonrisa fácil y mirada arrogante, moviéndose con seguridad entre los comensales. Sin embargo, lo que captó más su atención fue la forma en que Ally parecía dirigir su mirada hacia una figura peculiar en el fondo del salón: un chico envuelto en misterio, cuyo rostro permanecía oculto bajo una capucha oscura.
Un escalofrío recorrió a Eurídice. Más tarde, mientras conversaba en tono confidencial con Bianca, la compañera de investigación, esta le advirtió:
—No te fíes de Ally. Sabes bien que está obsesionada con esa figura encapuchada y hará lo que sea para mantenerla a su lado. Su ambición y envidia la hacen peligrosa para quienes se interponen en su camino.
Eurídice asintió, reconociendo que aquella advertencia encajaba en el mosaico de señales que había estado recibiendo desde su llegada. Algo en el ambiente del internado se retorcía en complicidades ocultas, y Ally era solo una de las piezas de ese rompecabezas.
Después del desayuno, la jornada se deslizó en un compás monótono de clases. En cada minuto, Eurídice observaba a su alrededor: las miradas furtivas, las risas apagadas y las conversaciones en voz baja eran ecos de un pasado que parecía repetirse. Durante la clase de literatura, cuando la profesora mencionó mitologías antiguas, Eurídice se quedó absorta. Se habló de Hades y del inframundo, y un estremecimiento recorrió su piel al evocar recuerdos vagos y dolorosos de aquella noche en el bosque, cuando las luces blancas lo habían cambiado todo. ¿Podría ser que la figura encapuchada, con su aire enigmático, tuviera algún lazo con esas leyendas? La idea creció en su mente, alimentando su determinación de descubrir la conexión oculta.
Al concluir la clase, se reunió con Bianca en un pasillo apartado, donde la luz era tenue y las sombras alargadas. Bianca, con voz baja y serena, le dijo:
—He estado investigando en la biblioteca y en los archivos antiguos del internado. Existen rumores que se han transmitido de generación en generación acerca de sucesos inexplicables y de una presencia oscura en estos terrenos. Algunos dicen que este lugar fue erigido sobre antiguos ritos, sobre un portal que conecta con otros planos. No quiero asustarte, pero creo que hay algo mucho más siniestro detrás de todo esto.
Eurídice apretó los puños, sintiendo que cada palabra resonaba con su propio dolor y confusión.
—Lo he sentido, Bianca. Esa extraña energía, ese déjà vu que me persigue desde aquella noche en el bosque. No puedo sacarlo de mi mente —respondió con voz entrecortada.
La chica de cabello rojizo asintió con compasión.
—Entonces, debemos averiguar la verdad. Si hay una conspiración detrás de todo esto, si el internado esconde secretos que van más allá de la vida adolescente, nosotros tenemos que desvelarlos. Y, si esa figura encapuchada es parte de ello... —hizo una pausa, mirándola fijamente— —debemos descubrir qué papel juega en este enigma.
La tarde transcurrió en una especie de vigilia de silencios y miradas esquivas. Eurídice, sintiendo el peso del pasado y de sus traumas, decidió dar un paseo por los jardines del internado. El lugar, sorprendentemente desierto en ese momento, solo tenía el eco lejano de risas y pasos en zonas iluminadas. Mientras caminaba despacio, el viento frío acariciaba su piel, y sus pasos la llevaron ante un antiguo roble, cuyas ramas se extendían como brazos en un abrazo amenazador.
Fue en ese instante cuando la vio: una figura que se movía sigilosamente entre las sombras del parque. Sin poder distinguir rasgos, lo único que llamaba la atención era la capucha que le cubría el rostro. Eurídice sintió que su corazón latía con fuerza, y sus instintos le impulsaron a seguirla. Con cautela, se adentró en el bosque que rodeaba el internado, sintiendo que cada paso la acercaba a un secreto largamente guardado. La densa niebla y la penumbra del crepúsculo se fusionaban en una danza inquietante, y cada crujido bajo sus pies parecía un eco de advertencia.
La figura se detuvo junto a un claro, y Eurídice, oculta tras unos arbustos, observó con atención. Bajo la pálida luz de la luna, la silueta en capucha se arrodilló, con las manos extendidas hacia el cielo, en un gesto que parecía invocar algo o rendir homenaje a una fuerza invisible. La escena resultaba inquietante y casi onírica: la postura, la intensidad con la que se movía a pesar de estar cubierto el rostro, y el ambiente que lo rodeaba daban la impresión de que no era simplemente un estudiante, sino algo más, algo que trascendía la realidad cotidiana.
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Editado: 27.02.2025