La mañana había amanecido con un cielo encapotado y un aire frío que parecía anunciar presagios inminentes. Eurídice se despertó en su habitación del internado con la sensación de que algo era distinto en el ambiente. La incertidumbre que había sentido desde aquella noche de luces blancas se había instalado en cada rincón de su ser. Aunque el recuerdo era vago, la emoción que lo acompañaba no se disipaba con el paso de los días.
Sentada en la cama, con los primeros rayos del sol colándose tímidamente por la ventana, Eurídice repasó en silencio lo sucedido durante las últimas semanas. La vida en el internado, a pesar de sus aparentes rutinas, había comenzado a mostrar señales de un entramado oculto. Los pasillos, las aulas y hasta el comedor parecían guardar ecos de historias no contadas, como si cada piedra y cada sombra quisieran confesar secretos olvidados.
Mientras se preparaba para el día, su mente divagaba entre imágenes del pasado: las luces blancas en el bosque, esa sensación abrumadora de haber sido transportada a otro estado, y la incertidumbre de no saber qué significaban realmente esos destellos. Todo se había mezclado con los recuerdos dolorosos de un abuso invisible, una herida que, aunque tratada en silencio, marcaba su interior. Esta mezcla de emociones le daba fuerza y, al mismo tiempo, la empujaba a buscar respuestas.
El desayuno en el comedor resultó ser un escenario lleno de pequeñas tensiones. Entre charlas y risas forzadas, Eurídice observaba de reojo a sus compañeros, sintiendo que la mayoría se mantenía ajena a aquello que ella percibía con tanta intensidad. Fue en ese ambiente donde volvió a cruzarse la mirada de Ally, la chica popular que, a pesar de su apariencia altiva, parecía esconder un tormento interno. Ally se movía entre la multitud con la seguridad de quien controla su mundo, pero Eurídice no pudo evitar notar que en ocasiones su mirada se posaba, de forma furtiva, en la figura encapuchada que aparecía esporádicamente en los rincones del comedor.
Durante la primera clase, mientras la profesora exponía sobre los mitos griegos y las antiguas deidades, la mente de Eurídice vagaba en direcciones que apenas podía controlar. Cada mención de Hades, de los ritos y del inframundo, le recordaba vagamente aquella noche en el bosque. Fue en ese momento cuando, a mitad de la lección, sintió que algo en ella despertaba, una chispa que la empujaba a indagar aún más. La palabra “inframundo” resonaba en su interior como un eco familiar, y aunque trató de concentrarse en el tema de la clase, su mente se escapaba hacia lugares oscuros y desconocidos.
Al terminar la sesión, Eurídice se encontró con Bianca en uno de los pasillos laterales del edificio. La chica de cabello rojizo la esperaba con una expresión seria, portando en sus manos varios papeles y recortes de periódicos amarillentos. Bianca, siempre perspicaz, había venido en busca de su amiga para compartir los últimos hallazgos en su investigación personal sobre la historia del internado.
—Euridice, necesito mostrarte algo —dijo Bianca en voz baja, casi temerosa de ser escuchadas—. Encontré unos documentos en la biblioteca que hablan de antiguos rituales y de la existencia de portales en este lugar.
La intriga brilló en los ojos de Eurídice. Con el pulso acelerado, se apartaron del bullicio del resto de los estudiantes y se internaron en un aula vacía, donde Bianca desplegó los papeles sobre una mesa. Entre manuscritos desgastados y recortes de periódicos, se mencionaban historias de rituales de purificación, sacrificios y la presencia de “luces puras” que marcaban el final de ciclos y el comienzo de otros.
—Mira esto —continuó Bianca, señalando un pasaje en uno de los documentos—: “La luz, en su fulgor inmaculado, no solo es un presagio de muerte, sino también el indicio de redención para aquellos condenados a un ciclo interminable”.
Euridice sintió cómo se estremecía su corazón. Aquellas palabras parecían hablarle directamente, evocando el recuerdo de la noche en el bosque, donde las luces blancas la habían envuelto y, sin aviso, habían marcado su destino. Mientras leía en voz baja, sus dedos temblorosos recorrían las letras, absorbiendo cada palabra con la convicción de que allí se hallaba una pista crucial para comprender su experiencia.
—¿Crees que... que esto tenga algo que ver con lo que viviste? —preguntó, apenas conteniendo la emoción.
Bianca asintió con seriedad. —El internado fue construido sobre terrenos que, según cuentan las leyendas, estuvieron en contacto con fuerzas antiguas. No es solo un lugar de educación; es un espacio cargado de rituales y secretos. Y tú, Eurídice, pareciera ser el eslabón perdido de esa cadena.
La conversación se extendió durante la hora del almuerzo, pero en medio de la incertidumbre, la rutina adolescente volvía a hacer acto de presencia. Los pasillos del internado se convirtieron en un escenario de pasillos estrechos, miradas esquivas y conversaciones a medias. El bullying era una constante; algunos compañeros se burlaban de aquellos que se salían de la norma, mientras que otros simplemente se conformaban con permanecer en la sombra.
Fue en este ambiente que Ally volvió a hacer acto de presencia. Esa tarde, en el patio del internado, Ally se había congregado con su grupo de amigos en una esquina, su risa resonando de forma excesivamente fuerte. La envidia y la obsesión se entremezclaban en su actitud, especialmente cuando su mirada se posaba en la figura encapuchada que, como un fantasma, aparecía a la distancia. Esa figura, aún sin revelar su identidad, se movía con una elegancia inquietante, y parecía observar cada movimiento con una intensidad que pocos podían comprender.
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Editado: 27.02.2025