El Encino no había cambiado. Las mismas calles empedradas, las mismas miradas que juzgaban sin hablar. Pero para Valeria, todo era distinto. Volvía después de cinco años, no por nostalgia, sino por necesidad. Por rabia. Por respuestas.
La casa de su infancia estaba vacía. Su madre había muerto, su padre se había ido, y lo único que quedaba eran paredes que guardaban secretos. En el cuarto que fue suyo, encontró una caja de madera bajo el piso. Dentro, cartas. Viejas, amarillentas, escritas por Tomás. No para ella. Para Camila.
“No puedo seguir con esto. Si Valeria se entera, lo perderé todo.”
Valeria leyó cada palabra con el corazón en llamas. Tomás no solo la había traicionado con su mejor amiga. Lo había hecho mientras aún dormía a su lado. Mientras le prometía amor eterno.
Esa noche, salió a caminar. El café del centro seguía abierto. Y ahí estaba él. Tomás. Sentado, riendo con Camila. Como si nada hubiera pasado. Como si ella no existiera.
Cuando la vio, su sonrisa se desvaneció. No por sorpresa. Por miedo.
Valeria no dijo nada. Solo lo miró. Con la misma intensidad con la que alguna vez lo amó. Con la misma fuerza con la que ahora lo odiaba.
El juego había comenzado. Y esta vez, ella no pensaba perder.