Valeria no durmió esa noche. Las palabras de Tomás en las cartas le daban vueltas en la cabeza como cuchillas. ¿Cuánto tiempo había vivido engañada? ¿Cuántas veces la había mirado a los ojos mientras escribía a otra?
Al día siguiente, salió temprano. El pueblo la observaba. No con curiosidad, sino con juicio. Las miradas eran cuchillos envueltos en sonrisas. Todos sabían algo. Todos callaban.
Entró al café del centro. El mismo lugar donde Tomás solía esperarla años atrás. Ahora estaba allí, sentado con Camila. Ella reía, él fingía. Pero cuando Valeria cruzó la puerta, el silencio cayó como una bomba.
Camila la miró con una mezcla de sorpresa y tensión. Tomás bajó la vista. Valeria se acercó sin titubear.
Camila la miró con una mezcla de sorpresa y tensión. Tomás bajó la vista. Valeria se acercó sin titubear.
—¿No pensaban avisarme que estaban juntos? —dijo, con voz firme pero contenida.
Camila intentó responder, pero Valeria no le dio tiempo.
—Tranquila. No vine a reclamar lo que ya no existe. Vine a entender por qué lo destruyeron.
Tomás se levantó. Su rostro estaba pálido.
—No es el momento, Valeria.
—¿Y cuándo lo fue? ¿Cuando me mentías? ¿Cuando escribías cartas mientras dormía a tu lado?
Camila se tensó. Tomás la tomó del brazo, como si quisiera protegerla. Pero Valeria ya había dicho lo que quería. Salió del café sin mirar atrás.
Esa noche, recibió un mensaje anónimo
“No confíes en ninguno. Lo que pasó no fue un accidente.”:
Valeria lo leyó tres veces. Su hermana había muerto en un supuesto accidente. Pero ahora, alguien decía lo contrario.
El pasado no solo dolía. Estaba vivo. Y empezaba a hablar.