No dormí esa noche.
Elías no dijo más. Solo se quedó allí, bajo la farola, como si el silencio pudiera reparar lo que sus palabras nunca lograron. Yo tampoco hablé. No podía. Cada parte de mí gritaba por respuestas, pero también temía escucharlas.
Al amanecer, regresé a casa. Lucía ya estaba despierta, jugando con sus muñecas, ajena al huracán que se avecinaba. Me arrodillé frente a ella y la abracé más fuerte de lo que debía. Ella rió, como si mi abrazo fuera solo un juego más.
—¿Quién te mandó ese vestido tan bonito? —preguntó Sofía, mi amiga, al llegar con café y curiosidad.
Le mostré la nota. No hizo falta decir nada más.
—¿Vas a contarle? —preguntó, bajando la voz.
—No lo sé —respondí, mirando a Lucía—. ¿Y si no está listo? ¿Y si yo no lo estoy?
Sofía suspiró. Ella sabía todo. Desde el principio. Fue la única que me vio romperme cuando Elías desapareció sin saber que yo llevaba una vida dentro de mí.
Esa tarde, Elías volvió. Esta vez, con una caja en las manos. No era para Lucía. Era para mí.
—Es lo que te prometí hace dos años —dijo, sin mirarme.
Dentro, había un cuaderno. El mismo que yo usaba para escribirle cartas que nunca envié. Pero no eran mis palabras. Eran las suyas.
> “Si algún día vuelvo, será para quedarme. Si algún día te miro a los ojos, será para decirte la verdad.”
Lo cerré. No podía leer más. No sin saber si esa verdad incluía a Lucía.
—¿Por qué ahora? —pregunté, con la voz quebrada.
—Porque ya no tengo nada que perder —respondió—. Y porque ella… ella merece saber quién soy.
Mi mundo se detuvo.
Él lo sabía.