Bajo la lluvia

La lluvia comenzó sin aviso, como si el cielo también necesitara llorar.

Meliza caminaba sin rumbo por las calles mojadas, con el cuaderno de Elías apretado contra su pecho. Cada palabra escrita allí era una herida abierta, una promesa rota que aún sangraba. No sabía si odiarlo o si seguir amándolo era su castigo.

Lo encontró esperándola frente al café donde solían esconderse del mundo. No había clientes, solo ellos y el sonido de la lluvia golpeando el techo de zinc.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó ella, sin saludar.

—Porque tenía miedo —respondió él, empapado, sin moverse—. Miedo de no ser suficiente. Miedo de que me odiaras.

—¿Y ahora?

—Ahora tengo miedo de perderla.

Lucía.

El nombre no fue dicho, pero flotaba entre ellos como una verdad que ya no podía esconderse.

Meliza se acercó, con los ojos brillando por la rabia y la tristeza.

—Ella no sabe quién eres. No sabe lo que hiciste. No sabe que la dejaste antes de nacer.

Elías bajó la mirada. La culpa era un peso que se notaba en sus hombros.

—Quiero conocerla —dijo, casi en un susurro—. No como un extraño. Como su padre.

Meliza sintió que el mundo se detenía. No por la lluvia, no por el silencio. Por la posibilidad de que todo cambiara.

—No puedes entrar en su vida como si nada —dijo ella, firme—. Tendrás que ganártelo. A ella… y a mí.

Elías dio un paso hacia ella. La lluvia los envolvía, pero sus miradas ardían.

—Estoy dispuesto a hacerlo. A quedarme. A enfrentar lo que venga.

Meliza lo miró. Por primera vez en mucho tiempo, vio al hombre que amó… y al padre que Lucía podría tener.

Pero en la distancia, una figura los observaba desde un auto oscuro. Iván.

Y él no estaba allí para reconciliaciones.