Meliza
La mayoría de las personas me conocen por lo que ven: una mujer que sonríe en la tienda, que saluda a sus vecinos, que lleva a su hija al parque con una mochila llena de cuentos. Pero nadie sabe lo que hay detrás de esa sonrisa. Nadie sabe lo que escondo en los cajones, ni lo que callo cuando Lucía me pregunta por su papá.
Soy profesora de literatura en una escuela secundaria. Enseño a adolescentes que creen que el amor es una promesa fácil, que los finales felices son obligatorios. Les leo fragmentos de novelas que hablan de pasiones imposibles, de secretos que duelen, de mujeres que aman demasiado. Y a veces, mientras leo, me descubro contándoles mi propia historia sin que lo sepan.
Mi madre vive conmigo. Tiene días buenos, en los que cocina arroz con leche y canta boleros antiguos. Y otros en los que no recuerda ni mi nombre. Lucía la llama “abuela dormida”, porque pasa horas mirando por la ventana, como si esperara que alguien regrese. Tal vez lo hace. Tal vez espera a mi padre, que se fue cuando yo tenía la edad que ahora tiene Lucía.
Lucía tiene dos años. Es pequeña, pero intensa. Tiene la mirada de Elías, aunque nunca lo ha llamado “papá”. Cree que su padre es un héroe que vive en los libros que le leo. Y yo… nunca tuve el valor de decirle que ese héroe huyó de su propia historia.
Hoy, mientras ordenaba papeles antiguos, encontré un sobre escondido entre las páginas de un cuaderno. Era una carta. No de Elías. De Iván.
> “No olvides que las decisiones tienen consecuencias. Y que tu silencio también fue una elección.”
Me temblaron las manos. Porque por primera vez entendí que no solo Elías tenía secretos. Yo también. Yo también elegí callar. Elegí proteger. Elegí sobrevivir.
La carta estaba acompañada por una foto. En ella, Elías sonreía. No como ahora, con esa sombra en los ojos. Sonreía como si el mundo fuera suyo. Como si yo lo fuera. Era de hace años, antes de que todo se rompiera.
Y entonces lo supe: no puedo seguir viviendo entre sombras. No puedo seguir fingiendo que no duele. Que no importa. Que no me afecta.
> Porque amar no es suficiente. A veces, hay que perdonar. Y otras… hay que recordar.
Esta noche, mientras Lucía duerme y mi madre murmura nombres que ya no reconozco, me siento frente al espejo y me pregunto quién soy. No solo la mujer que enseña literatura. No solo la madre que protege. Soy Meliza. La que amó. La que perdió. La que aún espera.
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