Narrado por Melani
Las mañanas en la hacienda empiezan antes que el sol. Liet se levanta primero, como siempre, para revisar los cultivos y alimentar a los animales. Yo lo sigo después, con Elier en brazos, medio dormido y aferrado a su osito de peluche. La abuela Suitberta ya está despierta, preparando café y hablando con sus plantas como si fueran viejas amigas.
Trabajo en una veterinaria del pueblo. No es grande, pero es mía. Allí curo heridas, doy consejos, y escucho historias de gente que ama a sus animales como si fueran hijos. Me gusta ese mundo. Me da paz. Me recuerda que hay cosas que se pueden sanar.
Pero no todo es perfecto.
Liet y yo discutimos a veces. Él quiere expandir la hacienda, yo quiero mantenerla pequeña. Él sueña con exportar, yo con quedarnos. No son peleas duras, pero sí constantes. Y la abuela… bueno, ella tiene días en los que olvida que Elier no es su hijo, sino su bisnieto. Se pone terca, se enoja con el viento, y a veces llora sin razón.
Aun así, somos una familia. De esas que se abrazan después de discutir. Que se ríen en medio del caos. Que saben que el amor no es perfecto, pero sí suficiente.
Hoy recibí la llamada de Meliza. Su voz temblaba. Me habló de Elías, de Iván, de una carta que le cambió el alma. Me habló de miedo, de dudas, de heridas que no cierran.
Y yo… yo solo pensé en abrazarla.
—Ven —le dije—. Vente unos días. Aquí hay espacio, hay silencio, hay tiempo. Liet estará encantado. Elier quiere conocer a Lucía. Y la abuela ya está preguntando por ti.
Ella no respondió de inmediato. Pero lo sentí. Lo supe. Está pensando en venir. Y si lo hace, esta hacienda será su refugio. Porque aquí, entre gallinas, libros y café, también florecen las promesas.
> Porque a veces, sanar no es olvidar. Es recordar sin dolor. Y hacerlo acompañada.
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