Nací en la República Dominicana, un país distinto al que hoy llamo hogar. Desde pequeña, supe que mi historia no sería igual a la de los demás. Mis primeros recuerdos están llenos de preguntas: ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué siento que pertenezco a otro lugar? Era como si el universo ya me estuviera preparando para un camino distinto, uno en el que tendría que aprender a caminar con mis propias fuerzas, incluso cuando no tuviera dirección.
La tierra donde nací tenía su encanto, su ritmo, su cultura. Pero también tenía sus propias sombras, las que se filtraban en los hogares y las que se escondían detrás de las sonrisas fingidas. Desde niña observaba todo, en silencio. Mi forma de entender el mundo fue construyéndose a través de las miradas tristes, los gestos contenidos y las palabras no dichas.
Mi familia no era perfecta, como ninguna lo es. Pero en nuestro caso, la imperfección se sentía más como una carga que como una característica humana. Había días buenos, claro que sí. Días de comida caliente, de televisión encendida y de risas que parecían verdaderas. Pero también había días donde el frío no era solo del clima, sino del ambiente. Donde las discusiones apagaban la luz del hogar y mi refugio era el silencio de mi cuarto.
Desde temprana edad, empecé a soñar. Soñaba con viajar, con conocer el mar, con vivir aventuras como las de los libros que leía a escondidas. Soñaba con ser libre, con tener un lugar donde pudiera ser simplemente yo. Pero esos sueños, aunque hermosos, también me hacían sentir fuera de lugar. Mientras otras niñas jugaban con muñecas, yo construía futuros en mi mente. Futuros donde no había dolor, ni miedo, ni dudas.
Recuerdo una vez, tendría quizás ocho o nueve años, que le dije a mi madre que quería ser exploradora. Ella me miró con una mezcla de ternura y resignación, y me dijo: "Tú vas a tener que ser fuerte. Porque este mundo no es fácil para las que sueñan". En ese momento no entendí del todo lo que quería decir. Pero sus palabras se quedaron grabadas en mí.
Con el paso del tiempo, mi necesidad de entender el mundo se hizo más intensa. Empecé a cuestionar todo: las reglas, las costumbres, incluso las decisiones de mis padres. Esa rebeldía, aunque nacía de una necesidad profunda de entender, no fue bien recibida. Pronto comencé a sentirme como una intrusa en mi propia casa.
La escuela tampoco era un refugio. Aunque me iba bien en clases, y los profesores me consideraban inteligente, mi diferencia se hacía notar. No encajaba del todo. A veces me sentía como un rompecabezas que alguien había armado mal. Me esforzaba por ser como los demás, pero algo dentro de mí no lo permitía.
Había una calle cerca de casa, con árboles altos y un banco viejo donde solía sentarme a imaginar. A veces pasaba horas allí, mirando al cielo, soñando despierta. Me preguntaba cómo sería mi vida dentro de diez o veinte años. Me imaginaba en aeropuertos, con una mochila al hombro, lista para explorar el mundo. Me imaginaba contando mi historia a otras personas, inspirando a alguien que también se sintiera perdida.
Ese lugar se convirtió en mi rincón sagrado. Allí lloré muchas veces, sin que nadie lo supiera. Lloré por lo que no entendía, por lo que quería cambiar, por lo que deseaba. Pero también reí. Reí sola, al imaginarme cumpliendo mis sueños, al pensar que tal vez algún día todo lo vivido tendría sentido.
Con los años, entendí que nacer en un país diferente no solo era una condición geográfica, sino una metáfora. Yo había nacido "diferente" en muchos sentidos. Y aunque al principio eso me dolía, poco a poco aprendí a verlo como una bendición disfrazada. Porque ser distinta me obligó a buscar, a luchar, a crecer.
Y así empezó mi historia. Una historia que aún no sabía cuán complicada, intensa y transformadora sería. Pero una historia mía, al fin y al cabo. Escrita con errores y aciertos, con sombras y sueños. Como todas las historias que realmente valen la pena.
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sueños y metas, esperanza paciencia y soledad, rumbo al exito
Editado: 21.05.2025