“A veces las heridas que más duelen no se ven… pero se quedan para siempre.”
Mi infancia ya había empezado torcida, pero nada me preparó para las heridas invisibles que me marcarían por dentro. Yo era solo una niña, una que no entendía lo que estaba bien o mal. Tenía costumbres inocentes, como muchos niños… pero el mundo no fue tan comprensivo conmigo.
Desde los primeros años escolares, las burlas se convirtieron en parte de mi día a día. No me lo decían con cariño ni con corrección, sino con saña. “¡Se está comiendo los mocos otra vez!”, gritaban algunos, como si se tratara del acto más repulsivo jamás visto. Y así, cada risa, cada mirada, cada cuchicheo, se volvía una aguja invisible que me perforaba el alma.
Al principio no lo entendía del todo. Yo solo reaccionaba a lo que sentía, sin maldad. Pero con el tiempo, aprendí a sentir vergüenza. Aprendí a agachar la cabeza, a esconderme en los rincones del aula, a fingir que no escuchaba. Y lo peor de todo es que nadie me defendía. Me sentía sola. Extraña. Defectuosa.
A medida que pasaban los años, la niña creció… pero el eco de esas burlas nunca se fue.
En la adolescencia, las cosas no mejoraron del todo. Aunque ya había dejado atrás esas costumbres infantiles, la etiqueta ya me había sido impuesta. Seguía siendo ingenua, inocente hasta lo ridículo, decían. Me convertí, sin querer, en el centro de atención del curso. No porque quisiera brillar, sino porque todos parecían disfrutar de hacerme sentir menos.
Yo trataba de encajar. Sonreía incluso cuando no entendía los chistes. Me esforzaba por gustarles a todos, por tener amigos, por sentir que pertenecía… Pero muchas veces, lo único que recibía era un “ay, tú sí eres lenta” o “diay, Marla, tú vives en otro planeta”.
Sí, me lo buscaba, supongo. Me lo buscaba por ser yo misma.
Y en medio de todo eso, llegaron los primeros amores… si es que se pueden llamar así.
Tuve sentimientos intensos por algunos chicos, pero con ninguno sentí que tenía un “novio de verdad”. Fueron relaciones breves, confusas, muchas veces unilaterales. Me enamoraba rápido, confiaba demasiado. Y casi siempre, terminaba con el corazón herido y una nueva lección a la fuerza.
Uno de esos desamores fue especialmente fuerte. Me ilusioné pensando que esta vez sí sería diferente. Que él me cuidaría, me valoraría… pero no fue así. Me dejó por otra, sin explicación. Lloré durante días, escuchando canciones tristes, escribiendo cartas que nunca envié. Fue un golpe duro, pero lo que vendría después sería aún peor.
A los 19 años, la vida me enfrentó a uno de sus golpes más crueles. En menos de lo que dura una llamada, perdí a dos personas importantes para mí: un amigo que siempre estuvo ahí en silencio, apoyándome, y a mi segundo gran amor. Fue como si el mundo se partiera en dos. Como si todo lo que creía seguro, desapareciera.
No estaba preparada para el dolor. Nadie lo está. Lloré hasta quedarme dormida, noche tras noche. Sentí que me ahogaba en la tristeza, que no había salida.
Me preguntaba una y otra vez: ¿por qué a mí? ¿Qué hice mal esta vez?
Pero entre todo ese vacío, algo en mí seguía latiendo. Tal vez era la niña que había sido burlada y rechazada. Tal vez era la adolescente ingenua que soñaba con algo más. O quizás era la mujer que empezaba a nacer del dolor.
Fue entonces cuando entendí que debía transformar mi historia. Que cada burla, cada error, cada lágrima… tenía que valer la pena.
Y ahí, con el corazón roto, decidí que no dejaría que el dolor me definiera.
#1732 en Otros
#382 en Relatos cortos
sueños y metas, esperanza paciencia y soledad, rumbo al exito
Editado: 21.05.2025