igual se le escapó la risita venenosa. —Ay no, pobrecita. ¿Siempre eres así de… espontánea? —Solo cuando respiro —respondí. Yo con la blusa hecha una obra de arte de café y Rebeca con su blazer más blanco que mis ilusiones. —Alex, mírala —dijo ella, tocándole el brazo como si yo no existiera—. Parece un dibujo abstracto. —Es café —contesté. —Es mucho café —remató ella. Yo quería evaporarme del planeta. Durante la reunión, Rebeca no se perdió una sola oportunidad para hacerme quedar mal: —¿Qué opinas tú, cariño? —preguntó en un tono tan dulce que sabía a veneno. —Pues yo… —Ay, espera —me interrumpió—. Tienes un crespito fuera de lugar. Y me lo bajó. Con dos dedos. Como si yo fuera una muñeca descompuesta. La quería morder. Alexander miró todo eso sin emoción. Como si estuviera viendo un documental aburrido. Al final, cuando pudimos salir, Rebeca se acercó a mí con una sonrisa de villana amable. —Un tip, linda: si vas a estar cerca de Alex… tal vez deberías evitar los accidentes. Él odia el caos. —Genial —dije—. Yo soy caos con piernas. —Sí, ya me di cuenta —respondió con un brillo triunfal. Respiré profundo para no lanzarle mi cartera. Cuando finalmente ella se fue, Alexander se me acercó. —¿Estás bien? —Solo un 40% café y 60% humillación —respondí. Él asintió como si le estuviera dando un reporte meteorológico. —Rebeca es…así. —Una pesadilla con pestañas —murmuré. —No tienes que impresionarla —dijo él con calma. —Tranquilo, no estoy ni cerca de lograrlo —respondí. Alexander me miró con su cara seria, fría, analítica. —Tu blusa… está arruinada. —Gracias, Sherlock —le dije. Y se quedó en silencio. Yo también. Mis crespos aprovecharon para levantarse otra vez. Perfecto. Así terminó mi día: bañada en café, humillada por Rebeca, analizada por Alexander y con la autoestima sacudiéndose como mis crespos.