Alex
La llevé con los directivos porque, sinceramente, si la dejaba con Rebeca iba a terminar llorando en el baño. Los socios la miraron. Los empresarios también. Algunos murmuraron “es la nueva del área de marketing”. Alison sonrió, habló con seguridad, se presentó con confianza. Y se veía… No. No voy a decirlo. Cuando terminamos el recorrido, ella suspiró. —¿Lo hice bien? —preguntó ansiosa. —Sí —respondí. —¿Solo sí? —insistió. La miré directo a los ojos. —Lo hiciste mejor que todos aquí. Ella abrió los ojos sorprendida. Se puso nerviosa. Se tocó un crespo. Claro, se desordenó más. Rebeca, desde lejos, gritó: —¡¡ALISOOOON!! ¡SE TE PARÓ OTRO! Yo apreté la mandíbula. —No le hagas caso —dije. —Es difícil —respondió ella. Y sin pensarlo, sin querer sonar humano, sin querer sonar cálido… lo dije: —A mí me gusta cómo te ves. Ella se congeló. Yo también. Silencio. Entonces carraspeé, volví a poner mi cara fría, mi tono neutral, mi máscara habitual. —Vamos, falta hablar con los de la mesa principal —dije como si no hubiera arruinado mi propia frialdad. Pero mientras caminábamos juntos, noté algo: A pesar del drama, de los crespos rebeldes, de Rebeca y de todo el caos… Alison sonreía. Y yo también quería hacerlo. Pero no puedo. Aún no.