Alison
Aveces siento que la ciudad me queda grande. Como un abrigo caro que me puse solo porque estaba en promoción, pero no porque me quedara bien. Hoy desperté con esa sensación. Sí, esa. Esa mezcla de ganas de llorar con ganas de volver a la cama, con ganas de pedir un tiquete de regreso a mi vida anterior… o mínimo una empanada como las de mi barrio. Extraño mi casa. Mi cuarto. Mi ventana chiquita donde en las tardes entraba la luz amarilla que parecía filtro natural. Mi mamá diciéndome “¡Alison, si no te apuras vas a llegar tarde otra vez!”. El ruido familiar. La rutina que ya conocía. La sensación de pertenecer, aunque fuera a un lugar imperfecto. Aquí… todo es diferente. Todo es rápido. Todo es caro. Todo es ruidoso. Y yo… yo a veces siento que caminé hacia un mundo que no me estaba esperando. Mientras me peino, mis crespos deciden ponerse sentimentales también, abriéndose en direcciones imposibles. —Genial, gracias —les digo—. Si ya me siento emocionalmente desordenada, ustedes no tienen que imitarme. Me río sola. O al menos lo intento. En el trabajo, todos parecen encajar naturalmente: hablan el mismo lenguaje, tienen los mismos cafés costosos, saben moverse como si hubieran nacido para esto. Yo todavía busco el baño equivocando el pasillo. Todavía no entiendo por qué las reuniones parecen competencias de quién interrumpe primero. Todavía digo “disculpa” cuando me tropiezo con las sillas… las sillas. Y aunque Alexander me intimida y me desconcierta y a veces me da ganas de esconderme debajo del escritorio… la verdad es que él encaja aquí perfectamente. Y yo no. En el almuerzo, veo mis fotos antiguas en el celular: mi mejor amiga en el parque, mi familia, mis proyectos viejos de marketing que hice con más corazón que presupuesto, mi pequeño caótico universo donde sí sabía quién era. Suspiré. Fuerte. Tanto que la señora del comedor me miró como si estuviera a punto de recitar poesía triste. Me levanté y salí un rato al balcón para respirar. Ahí, la ciudad parecía infinita. Autos. Luces. Rascacielos. Gente que va y viene sin saber quién soy. Y yo diciendo en voz baja: —No sé si este es mi lugar. Mi pecho se apretó. Mis ojos se humedecieron. No estaba llorando. No oficialmente. Pero la humedad estaba ahí, firme, lista para debutar. Justo cuando pensé que podía derrumbarme tranquila, escuché una voz detrás de mí. Una voz fría. Seria. Reconocible. —¿Estás bien? Me giré. Alexander estaba ahí. Con su cara de “no tengo emociones, solo arquitectura”, pero sus ojos… sus ojos parecían menos distantes de lo normal. —Sí —mentí automáticamente. Él me miró un segundo más, como si supiera que no era cierto. —Si necesitas ajustar tus horarios o tu carga laboral, dilo —comentó—. No vine a regañarte. Yo bajé la mirada. —No es trabajo. No sabía si debía decirlo. Pero ya estaba a la mitad del puente emocional. —Solo… extraño mi vida anterior —confesé—. A veces siento que esta ciudad me queda grande. Que no encajo. Alexander se cruzó de brazos lento, como si procesara cada palabra con cuidado quirúrgico. —Todos se sienten así al principio —dijo al fin. —¿Incluso usted? —pregunté, incrédula. Él respiró hondo. —Yo también tuve una vida antes de esto, Alison. Y también la extrañé. No respondió más. No sonrió. No me tocó. No me dijo “va a estar bien”. Pero la forma en que lo dijo… como si entendiera demasiado… como si él también hubiera sido nuevo alguna vez… Me hizo sentir un poco menos sola. Solo un poco. Pero suficiente para seguir. Cuando él se fue, mis crespos se movieron con el viento y yo pensé: Tal vez todavía no encajo… pero quizá no tengo que hacerlo todo el primer mes.