Alison
Salí del edificio pensando en llegar a casa, ponerme pijama y olvidarme del mundo. Pero apenas crucé la calle, lo vi. Mateo. Parado apoyado en una pared, como si me hubiera estado esperando. Sentí cómo mis pasos se detenían solos, como si mi cuerpo supiera algo antes que mi mente. Intenté dar la vuelta. Pero él ya venía hacia mí. —Vaya… —dijo con esa sonrisa que no tenía nada de amable—. Qué casualidad encontrarte aquí. No era casualidad. Lo supe al instante. —No tengo nada que hablar contigo —dije, tratando de sonar firme aunque mis manos temblaban un poco. Él dio otro paso, demasiado cerca. Tan cerca que me hizo retroceder. —Claro que tienes —respondió, bajando la voz—. No desapareces de mi vida así como así. Miré alrededor, buscando gente, movimiento, cualquier cosa que me hiciera sentir menos atrapada. Pero justo en ese momento, la calle estaba extrañamente silenciosa. —Mateo, déjame en paz —intenté otra vez. Su expresión cambió. Ya no era sonrisa. Era algo más duro. Más oscuro. —No estás entendiendo —dijo, inclinándose apenas—. Si tú me ignoras… yo me encargo de que lo lamentes. Sentí el pulso en los oídos. Ese tipo de frase no sonaba a berrinche. Sonaba a amenaza. —No tienes derecho a hablarme así —alcancé a decir. Él soltó una risa corta, seca. —Te conozco mejor que nadie. Sé dónde estás, sé dónde trabajas, sé cómo encontrarte. Y créeme… no quieres que me ponga serio. Tragué saliva. Quise responder algo ingenioso, sarcástico, fuerte… algo digno. Pero mi voz no salió. Él lo notó. Le gustó. —Así está mejor —murmuró—. Recuerda: no te conviene hacerme enojar. Luego se alejó caminando como si nada hubiera pasado. Yo me quedé quieta, respirando rápido, como si mi cuerpo necesitara ponerse al día con el miedo. Y en ese momento entendí algo: No era del pasado. Era un problema del presente.