Alison
Me miré en el espejo antes de entrar a la oficina, intentando convencerme de que tenía cara de persona estable. No funcionó. Mis crespos estaban decentemente alineados, mi ropa combinaba y mi maquillaje no gritaba “insomnio emocional”, pero mis ojos… mis ojos tenían cara de: “Fui amenazada por mi ex y ahora estoy fingiendo que no voy a desmayarme en una fotocopiadora.” Respiré hondo, sonreí como presentadora de programa matutino y entré. —¡Buenos días! —solté con entusiasmo falso. Una compañera me miró raro. Rebeca me miró más raro todavía. Yo seguí caminando como si todo fuera normal, pero mis piernas parecían hechas de gelatina con ansiedad. Me senté en mi escritorio, abrí el computador y traté de concentrarme. Logo. Campaña. Segmentación de mercado. Café. Miedo. Otro café. —Te ves… ¿bien? —dijo Rebeca, acercándose con ojos de radar humano. —¿Yo? ¡Perfectamente bien! ¡Jamás estuve más bien en toda mi vida de persona bien! —respondí, demasiado rápido para parecer creíble. Ella frunció el ceño. —¿Dormiste? —¡Sí! O sea… técnicamente. Estuve horizontal. Con los ojos cerrados. Eso cuenta, ¿no? Rebeca me observó como si estuviera evaluando si llamar a un médico, un sacerdote o un estilista. —¿Segura que estás bien? Sonreí exageradamente. —¡Estoy floreciendo! Silencio. Incómodo. Muy incómodo. Decidí huir al baño porque mi actuación empezaba a desmoronarse como torta mal horneada. Me miré otra vez en el espejo. —No pasó nada —me dije—. Estoy en otra ciudad. Tengo otra vida. Tengo crespos nuevos. Todo está bajo control. Mi reflejo no me creyó. Regresé a mi escritorio e intenté trabajar como si no sintiera un elefante sentado en mi sistema nervioso. Cada vez que sonaba una notificación, saltaba. Cada vez que alguien caminaba detrás de mí, me tensaba. Cada vez que la puerta automática del edificio se abría, mi corazón hacía una pirueta olímpica. Pero nadie preguntó más. Nadie sospechó. Nadie vio. Y aunque por fuera parecía funcional… Por dentro yo sabía: No estaba bien. Solo estaba fingiendo.