Alison
El día iba relativamente bien. Nada explotaba, nadie gritaba, mis crespos estaban obedientes y nadie me había preguntado si estaba “rara”, lo cual era un logro nacional. Pero entonces, mientras estábamos en la sala de reuniones revisando presentaciones, mi cuerpo decidió traicionarme. Primero sentí el corazón acelerarse. Luego el aire se volvió demasiado corto, como si alguien hubiera reducido el oxígeno por ahorro energético. Mis manos empezaron a temblar y mi visión se puso como cuando el internet está lento. Yo pensé: Perfecto. Un ataque de ansiedad en HD. Justo lo que quería para hoy. Intenté respirar discretamente. Intenté sonreír. Intenté parecer normal. Spoiler: fallé. Alexander estaba al otro lado de la mesa, revisando documentos con su cara de hielo permanente, cuando levantó la vista y me vio. Su ceño se frunció apenas —lo cual en su escala emocional equivalía a gritar. —Alison —dijo con voz baja pero firme—, sal. —¿Qué? No, estoy bien, solo necesito… —intenté decir mientras mis manos parecían hacer castings para ser maracas. Él no preguntó otra vez. Se levantó, me tomó del antebrazo con suavidad pero sin opción a discusión y me sacó de la sala mientras yo sonreía como una loca nerviosa hacia los demás. —No puedo… —susurré cuando ya estábamos en el pasillo—. Siento que… que no…—Respira —ordenó él, como si fuera lo más fácil del mundo. Me llevó a una oficina vacía, cerró la puerta y abrió una ventana. Yo estaba segura de que iba a morir, desmayarme o convertirme en gelatina humana. —Mírame —dijo él. Lo hice, porque mi cerebro ya no estaba tomando decisiones inteligentes. —No te va a pasar nada —continuó—. Solo respira conmigo. Y empezó a inhalar y exhalar despacio, como si yo fuera a copiarlo automáticamente. Y lo hice. Porque mi cuerpo necesitaba instrucciones claras. Poco a poco el aire volvió. El temblor bajó. Mi corazón dejó de comportarse como batería de rock. Cuando ya podía hablar, intenté arreglar mi dignidad: —Solo… me faltó café —mentí con poca credibilidad. Alexander me miró como si pudiera ver la mentira impresa en mi frente. —No —respondió—. Eso fue otra cosa. Yo tragué saliva, miré al suelo, a la pared, al techo… a cualquier lugar que no fueran sus ojos. —No tienes que decirme qué es —añadió él—. Pero no voy a dejar que te pase estando aquí. Y ahí estaba. Frío. Serio. Distante. Pero cuidándome. Yo solté una risa nerviosa. —Qué emocionante… mi jefe salvándome de mi propia respiración. Alexander no sonrió, pero su expresión cambió apenas, como si dentro de su alma hubiera ocurrido un micro-emoji. —Tómate el resto de la mañana —dijo—. Y no discutas. Salió de la oficina, dejándome ahí, respirando, mareada, pero… segura. Y mientras me acomodaba el pelo, pensé: No sé qué está pasando con mi vida… pero al menos no estoy sola del todo.