Alexander
Hoy llegué a la oficina con la intención muy adulta y razonable de actuar normal. Sin vigilancia. Sin escolta. Sin supervisión respiratoria. Eso duró exactamente dieciséis segundos. Porque en cuanto Alison entró, vi su cara. No estaba temblando. No estaba pálida. No estaba angustiada. Pero estaba… incómoda. Como si su cerebro estuviera lleno de ventanas emergentes. Rebeca apareció detrás de ella, susurrándome: —Tu chica está nerviosa otra vez. —No es mi chica —respondí. Ella levantó una ceja. Yo también levanté una ceja, pero la mía fue más arquitectónica. --- Alison se sentó frente a su computadora y empezó a teclear rápido. Demasiado rápido. Nadie escribe así a menos que esté: a) inventando palabras, b) huyendo mentalmente, c) a punto de llorar, d) todo lo anterior. Me acerqué. Sin hacer ruido. Profesional. Cuando llegué a su lado, pasó algo curioso: respiró profundo. Los hombros bajaron. Las manos dejaron de temblar. Hasta su rodilla dejó de rebotar. —¿Estás bien? —pregunté, con voz neutral, fría, eficiente. —Sí… ahora sí —respondió. “Ahora sí.” Esas dos palabras hicieron algo raro en mi estómago. Posible gastritis emocional. --- Intenté alejarme después. Porque no soy un guardaespaldas. Ni un novio. Ni un héroe trágicamente atractivo, aunque objetivamente podría serlo. Me moví unos metros. Inmediatamente, Alison dejó caer su lápiz. Dos veces. Nadie deja caer un lápiz dos veces. Volví a acercarme. Se calmó otra vez. Rebeca me vio y sonrió como si supiera un secreto universal. —Eres su calmante —dijo. —Soy su jefe —respondí. —Eso también, pero lo otro es más interesante. --- En la tarde tuvimos reunión. Alison estaba presentando. Al principio estaba nerviosa, y yo no estaba sentado a su lado porque intentaba evitar… lo que fuera esto. Pero cuando la voz se le quebró un poquito, todos la miraron. Yo también. Se encontró con mis ojos. En ese instante, se enderezó. Habló claro. Segura. Con una sonrisa pequeñita que nadie vio… excepto yo. Terminó la presentación y todos aplaudieron. Rebeca me dio un codazo. —No te hagas —susurró. --- Más tarde, cuando salimos, Alison dijo: —Gracias. —No hice nada —respondí. —Estabas ahí. No supe qué decir. Así que dije lo más frío y lógico del mundo: —La estabilidad emocional mejora la productividad. Ella se rió. Y no sé por qué, pero… me gustó escucharlo. --- Conclusión del día: No estoy siendo su apoyo. No estoy siendo su refugio. No estoy siendo su… lo que sea. Solo estoy cerca. Y por alguna razón que no tiene explicación científica… Eso le basta. Y, aunque nunca lo admitiré en voz alta… A mí también.