Alexander
Hoy llegué a la oficina quince minutos antes de lo normal. No porque tuviera una reunión. No porque quisiera trabajar más temprano. No. La verdad es que quería verla entrar. Ridículo. Lo sé. Pero aquí estoy, sentado, fingiendo leer correos, mientras reviso cada diez segundos la puerta principal como un guardia mal pagado. Y entonces entra. Alison. Crespos semidomesticados, sonrisa medio dormida, bolso colgando de un hombro y café en la mano. Caos andando, pero caos bonito. Demasiado bonito para mi paz mental. —Buenos días —le digo. Mi voz suena normal, según yo. Según ella, seguramente sonó como un robot ansioso. Ella sonríe. Siempre sonríe. Es… desconcertante. Y justo cuando estoy disfrutando ese segundo de tranquilidad, aparece él. Iván. El empleado nuevo. Carita de “soy buena gente” y actitud de “estoy aquí para molestar a Alexander”. —Alison, ¿te puedo pedir un favor? —dice él. No. No puede. Pero ella sonríe y dice que sí. Me levanto casi por reflejo. No sé quién me autorizó, pero ya estoy parado. —¿Qué necesitas, Iván? —pregunté. —Solo… quería pedirle su opinión. Es que ella… —señala a Alison— maneja mejor que nadie el tema de marketing. Lo dice SONRIENDO. Yo quiero lanzarlo por la ventana. De manera amable. Pero lanzarlo igual. —Alison está ocupada —digo
yo, con voz tranquila, casi amable. Demasiado tranquila, porque Alison me mira como si estuviera hablando en japonés. Iván se queda quieto, como si le hubiera dado un golpe verbal. Le tiembla el ojo. Creo que eso me dio un poco de satisfacción. Pequeñita. Sana. —Oh… claro —dice él retrocediendo. Alison lo mira irse, luego me mira a mí. —Alexander. ¿Qué estás haciendo? Yo cruzo los brazos, como si eso me hiciera ver menos obvio. —Nada. Solo evito que el personal abuse de tu amabilidad. Ella entrecierra los ojos. Uh oh. —¿Te estás… preocupando por mí? —¿Preocupando? No. Mentira. Sí. Pero jamás lo admitiré. Me muero antes. Ella sonríe un poco. Y yo siento algo extraño en el pecho. Ella huele a café. Tiene un crespo rebelde en la frente. Y no sé por qué, pero quiero moverlo. No lo hago. Todavía tengo dignidad. —Solo quería ayudarlo —dice ella. —No necesita tu ayuda —replico demasiado rápido. Ella levanta una ceja. —¿Y tú cómo sabes? —Porque… —busco una excusa, cualquier cosa— …porque está nuevo. La gente nueva no necesita ayuda. Necesita… acostumbrarse. Yo mismo sé que es la excusa más estúpida que he dicho en mi vida. Ella también. —Alexander… —dice ella con esa voz dulce que me derrite y me irrita al mismo tiempo— estás un poquito celoso. —¿Yo? No. Nunca. No sé qué es eso. Ella sonríe MÁS. Ay no. Me doy la vuelta porque siento que mi cara está haciendo cosas que nunca hace, como intentar ser expresiva. Pero todo el día fue igual: 1. Un compañero le ofreció café. Yo dije: —Ella ya tiene café. Y si quiere otro, yo se lo traigo. ¿Quién demonios dijo eso? Ah, sí. Yo. 2. Un diseñador elogió su trabajo. Yo dije: —Sí, es buena. No necesita que se lo recuerden. ¿Por qué hablé? No sé. 3. Iván volvió a acercarse. Yo aparecí detrás. Otra vez. Creo que ya piensa que lo persigo. Y entre cada miniataque interno, cada comentario torpe y cada cosa que hago sin querer admitir por qué la hago, me doy cuenta de algo: Ella me tranquiliza y me desordena al mismo tiempo. Un combo horrible. O maravilloso. No quiero decidirlo aún.