Alexander
Nunca pensé que confesar algo fuera tan difícil. Firmo contratos millonarios, hablo frente a empresarios que parecen estatutas con corbata, discuto con gente que cree que sabe más que yo… pero decir lo que estoy a punto de decir me tiene sudando. SUDANDO. Yo. Que ni el gimnasio logra eso. Alison está sentada frente a mí, en esa banca del parque donde siempre terminamos cuando necesitamos respirar. Sus crespos están más tranquilos hoy, cosa rara. Hasta ellos decidieron cooperar mientras yo estoy a punto de enloquecer. —Alexander… ¿por qué me trajiste hasta acá? —pregunta ella, mirándome con esos ojos que siempre me desordenan. Quisiera tener una respuesta inteligente. Una lógica. Una digna de alguien que dirige empresas y toma decisiones frías. Pero lo único que digo es: —Porque… si lo digo en la oficina me da un infarto. Ella parpadea. Yo también. Bien. Hermoso inicio. Me paso una mano por el cabello y siento cómo mi corazón late como si quisiera renunciar a mí. —Mira… yo no soy bueno con esto —empiezo. —¿Con qué? —dice ella, ladeando la cabeza. Sus crespos también me están mirando, lo sé. —Con… hablar. Sentir. Decir cosas. Pausa. —Ya sabes… “cosas”. Ella sonríe y eso me desarma un poco más. —Alexander, si quieres decirme algo, solo dilo —responde, suave. Como si no tuviera idea de lo que está a punto de hacerme. Tomo aire. Dos veces. Tres. —Alison, yo… —empiezo. Ella me mira. Yo miro el suelo. El suelo no me ayuda. —Me gustas —suelto al fin. No gritado, no susurrado. Solo… dicho. Ella abre un poco los ojos. Yo quiero evaporarme. —Y no es un “me caes bien”. Ni un “eres simpática”. —Es un “me gustas de verdad”. Tanto que no sé qué hacer conmigo mismo. Ella no habla. Yo entro en pánico. —Sé que soy frío, sé que a veces parezco más mueble que persona, sé que no siempre sé qué decir… pero contigo… Trago saliva. —Contigo quiero intentar. Aunque me dé miedo. Finalmente levanto la mirada. Y la encuentro llorando un poquito. —¿Estás llorando? —pregunto, alarmado. —No llores, por favor, no sé qué hacer con lágrimas, no traigo pañuelos— Ella se ríe. Mientras llora. ¿Cómo hace eso? —Alexander… yo también quiero intentar —dice. Y mi corazón deja de funcionar por un segundo. —¿Cómo? —pregunto estúpidamente. —Que tú también me gustas —responde. —Mucho. Más de lo que quería admitir. No sé qué hacer. No sé si abrazarla, correr, saltar o desmayarme. Así que hago lo que me sale natural: —¿De verdad? —De verdad. Nos quedamos en silencio. Pero por primera vez… no es incómodo. Ella da un paso más cerca. Yo también. —Entonces… —dice ella— ¿qué hacemos ahora? Yo sonrío. Sí. Yo, Alexander, el frío, sonrío como un idiota. —Ahora… empezamos —respondo.
---
Alison
Alexander me acaba de decir que le gusto. A mí. A mí. Siento que el alma se me fue a las rodillas. Él está frente a mí, nervioso, tenso, como si acabara de confesar un crimen. Pero no… me confesó a mí. Y verlo vulnerable, intentando hablar sin saber cómo… No sé. Me derritió entera. Nunca pensé que él —el serio, el distante, el que siempre parece tener frío interno— pudiera decir algo así. Mucho menos a mí. —Me gustas —me dijo. Y fue como si el mundo se detuviera. Yo intento decir algo, pero lo único que hago es soltar lágrimas. Obvio. Drama gratis. Como siempre. —¿Estás llorando? —pregunta alarmado. —¡Por favor no llores! —agrega como si yo fuera a explotar. Me río entre lágrimas. Y me acerco. —Tú también me gustas —le digo. Lo digo bajito, pero lo digo. Porque ya no quiero callarlo. Él parpadea. Una, dos, tres veces. Parece que la vida le dio un error. —¿En serio? —pregunta. Asiento. Y su expresión cambia. Se suaviza. Se vuelve… él, pero diferente. Más humano. Más él con conmigo. Nos quedamos ahí, mirándonos, respirando, existiendo. Y por primera vez desde que llegué a esta ciudad… siento que estoy exactamente donde debo estar. —Entonces empezamos —repito, sonriendo. —Empezamos —dice él. No sé qué va a pasar después. No sé si nos va a salir bien o vamos a chocar como siempre hacemos. Pero sé algo: Por primera vez… no tengo miedo. Y él tampoco.