Alexander
ocupada”, no un “ya te respondo”. No. Me ignora como si yo fuera un mueble. Un mueble feo. Viejo. Roto. Y yo merezco eso, lo sé. Lo arruiné. Intenté arreglarlo y lo arruiné MÁS. No sabía que eso era posible. Pero aquí estoy, siendo un experto. Llevo tres horas pensando en cómo acercarme. Probé con café. No lo aceptó. Probé con dejarle su dulce favorito en el escritorio. Lo devolvió. Probé con ponerme en su camino discretamente. Me esquivó como si fuera un poste. Estoy oficialmente humillado. Rebeca, desde la distancia, me mira como si estuviera viendo una novela buenísima. En un momento me acerco de nuevo a la oficina de Alison. Estoy afuera. Respirando. Intentando no entrar en pánico. Toco la puerta suavemente. —¿Puedo pasar? Nada. —Alison… sé que estás ahí. Silencio. Yo, por dentro: Perfecto. Me odia. Respiro. Intento otra vez. —No quiero que sigamos así. Nada. Ok. Plan B. —Alison, dejé un contrato importantísimo sobre tu mesa. Necesito que lo revises urgent— La puerta se abre de golpe. —No voy a caer en eso, Alexander. Rayos. Es más lista que yo. Obvio. —Solo quiero hablar —digo, levantando las manos, derrotado. —Yo no quiero —responde ella, dándose la vuelta. Pero entro igual, con cuidado, como quien entra en territorio enemigo.
––
Alison
Alexander entra a mi oficina como si estuviera entrando a un campo minado. Y la verdad… sí debería tener miedo. Porque no estoy enojada por Matías. No estoy enojada porque me llamó “hermosa”. Estoy enojada porque Alexander, cuando algo le molesta, se aleja. Se enfría. Se encierra en sí mismo. Y yo… yo no quiero eso. No quiero perderlo cada vez que algo se pone difícil. Él se queda parado frente a mi escritorio, serio, nervioso. Es la primera vez que lo veo nervioso. —Alison… —empieza. —Alexander, no quiero pelear. —No vengo a pelear —dice rápido—. Vengo a arreglarlo. —Y ya lo empeoraste bastante —digo cruzándome de brazos. Él aprieta los labios, resignado. —Lo sé —susurra—. Y lo siento. Ok. Eso me baja un poco la guardia. Un poquito. —¿Sabes qué es lo que me molestó? —pregunto. —Tus crespos estaban muy rebeldes y eso te puso de mal humor —dice serio. —¿QUÉ? ¡No! —le digo casi riéndome—. Eso no me molestó. —¿Entonces Matías? Yo puedo hablar con él. O prohibir que se acerque— —ALEXANDER. Detente. Él se congela. Lo miro a los ojos. Profundo. Firme. —A mí no me molestaron tus celos —le digo finalmente. Alexander parpadea. Una. Dos veces. Como si su cerebro hubiera sufrido un cortocircuito. —…¿No? —No —repito más suave—. Me molestó que te alejaras de mí después. Sus hombros caen. Como si por fin entendiera. —Yo no quería alejarme… —dice bajito—. No sabía qué hacer. —Pues aprende —respondo con una sonrisa chiquita—. Porque si te alejas cada vez que algo te incomode… entonces jamás vamos a funcionar. “Funcionar”. Esa palabra le cambia la mirada. Como si le hubieran encendido una luz adentro. —Yo quiero que funcionemos —dice sin dudar. Mi corazón se cae. Mis crespos también. Todo mi sistema colapsa un poquito. —Entonces no te vayas —repito—. No te cierres. No huyas. Háblame. Él da un paso hacia mí. Y otro. Y otro. Hasta quedar a centímetros. —No voy a huir —dice con una voz tan sincera que me cuesta respirar—. No si eso significa perderte. Me ruborizo. Porque no estoy lista para perderlo tampoco. Alexander me mira como si por fin comprendiera cómo tratarme. Como si por fin supiera dónde pisar para no romper nada. —¿Podemos estar bien? —pregunta. Lo miro. Sonrío. Un poco. —Podemos intentarlo —respondo. Y Alexander, por primera vez en todo el día… respira tranquilo.