Alexander
Jamás pensé que una mañana cualquiera iba a cambiarme la vida. Estaba en la cocina, medio dormido, preparando café —bueno, intentando, porque Alison siempre dice que lo hago “demasiado serio”— cuando escuché pasos suaves detrás de mí. —Alex… —su voz sonaba rara. Nerviosa. Dulce. Como cuando va a pedirme algo imposible. Me giré. Alison estaba ahí, con una de mis camisas gigantes, los rizos desordenados, y una expresión… distinta. Brillaba. Literal. —¿Qué pasa, luce mia? —me acerqué, tomándole las manos. Y entonces me lo dio. Un pequeño sobre blanco. Lo abrí sin entender. Y la vi. Una prueba. Dos líneas. Clarísimas. Sentí que el suelo se movía. Como si la gravedad se hubiera vuelto personal conmigo. —¿Estás…? —mi voz salió más baja de lo normal. Ella asintió, los ojos llenos de lágrimas. Y yo… yo, Alexander Russo, empresario frío, arquitecto impecable, hombre de hielo… Me derretí. La abracé tan fuerte que tuvo que golpearme el pecho riendo: —¡Alex! ¡Déjame respirar, por favor! —Lo siento… —pero no la solté—. Luce mia… vamos a ser tres. Ella lloraba y reía. Yo también, aunque jamás lo admitiré. El mundo entero dejó de importar. Solo ella. Y nuestro bebé.
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Alison
Nunca pensé que decir “estoy embarazada” iba a ser tan… caótico. Primero, Alexander se quedó mudo. Luego pálido. Luego rojo. Luego me abrazó como si fuera a guardarme en una caja para protegerme de todo. —Alison, siéntate. —Alex, estoy bien. —No. Siéntate. —¿Por qué? —Porque… eh… gravedad. —¿QUÉ? Luego intentó prepararme desayuno. Intentó. Quemó las tostadas. Derramó la leche. Tiró una cuchara al piso. Y cuando fui a ayudar, me señaló con una seriedad exagerada: —No. No te muevas. El padre de nuestro hijo se encarga. —¿El padre de nuestro hijo también va a incendiar la cocina? Silencio. Me miró. Y se rió. Alexander se rió. Ese tipo de risa que hace que se le arruguen los ojos y yo me derrita entera. —Ven aquí, luce mia —me tomó del rostro, suave, como si fuera frágil—. Te juro que voy a cuidarte en todo. Cada día. Cada miedo. Cada antojo. Todo. Mis rizos estaban un desastre, mi pijama peor, y aun así él me miraba como si fuera lo más perfecto del universo. Y juro que me sentí segura. Amada. En casa. — Esa noche, cuando estábamos acostados, él puso una mano en mi vientre plano y murmuró: —Te amo, luce mia. —¿Y al bebé? —A los dos. Pero tú eres mi luz. Siempre. Y supe que estábamos empezando la mejor parte de nuestra historia.