Entre sorbos y tropiezos

Capítulo 3: Guerra declarada

Camila despertó decidida: ese hombre no iba a ganarle.
Si Andrés quería jugar a ser el príncipe del café y vecino molesto, ella iba a demostrarle que no era ninguna damisela que se rendía.

Lo primero fue marcar territorio en la oficina. Cuando llegó, encontró su silla ocupada por él, que fingía escribir concentrado en su laptop.

—Ese es mi lugar —dijo Camila, cruzándose de brazos.

—¿Ah, sí? —Andrés levantó la vista con fingida inocencia—. Yo pensé que era un espacio de uso libre.

Camila apretó los dientes. Con toda la calma que pudo reunir, tiró su mochila sobre el escritorio con un golpe seco. Andrés sonrió, se levantó y se inclinó cerca de su oído.

—Punto para ti —susurró, antes de apartarse con una sonrisa burlona.

Camila juró que ese día lo iba a derrotar.

El enfrentamiento continuó en la reunión de equipo. Camila presentó un informe con gráficos coloridos, orgullosa de su trabajo. Pero Andrés levantó la mano.

—Muy interesante —dijo, con esa voz segura que tanto irritaba—, aunque quizás habría que revisar las cifras de la página tres. Creo que hay un error en la proyección.

Camila revisó apresurada. Había olvidado una celda en la hoja de cálculo. Sus mejillas ardieron.

—Gracias por la observación, Andrés —respondió, con una sonrisa tan falsa que le dolieron los dientes.

Él inclinó la cabeza como quien recibe una medalla.

La guerra se extendió al edificio donde vivían. Esa noche, Camila dejó ropa secándose en el área común. Cuando volvió a buscarla, encontró un post-it pegado a la lavadora:

“La próxima vez, revise que no deje un calcetín atrapado dentro. Atentamente: el comité de vecinos (o sea, yo).”

Camila arrugó el papel, furiosa. Minutos después, deslizó bajo su puerta un sobre con otro mensaje:

“Estimado vecino: no todos tenemos tiempo para perfeccionar lattes. Algunos trabajamos de verdad. Atentamente: su vecina favorita.”

Al día siguiente, la tensión subió de nivel. Camila llevó una caja de donas para sus compañeros de oficina, orgullosa de su gesto. Al volver de imprimir unos documentos, descubrió que la caja estaba vacía.

—¿Quién se comió todas las donas? —preguntó, escandalizada.

Andrés levantó la mano, con las migas aún en la corbata.

—Estaban deliciosas. Gracias por el desayuno.

Camila lo fulminó con la mirada, mientras sus compañeros trataban de contener la risa.

Pero el clímax de la guerra llegó en el ascensor. Ambos entraron al mismo tiempo, cargando bolsas del supermercado. El ascensor se detuvo entre pisos con un brusco tirón. Las luces parpadearon.

—Genial —murmuró Camila—. Encerrada contigo. El destino definitivamente me odia.

—Yo lo llamaría un regalo —respondió Andrés, recostándose contra la pared como si aquello fuera un spa.

Camila resopló. Pasaron diez minutos en silencio tenso. Luego, como si el universo quisiera torturarla, su estómago rugió.

—¿Tienes hambre? —preguntó Andrés, abriendo una de sus bolsas—. Tengo galletas.

Camila lo miró, tentada, pero no iba a darle el gusto.
—Prefiero morir de inanición.

Él sonrió y sacó una galleta, mordiéndola exageradamente frente a ella.

Camila lo odiaba. Lo odiaba tanto… que empezó a preguntarse por qué no podía dejar de mirarlo.



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En el texto hay: amor, odio, gracioso

Editado: 22.09.2025

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