La oficina parecía un campo de batalla. Cada rincón tenía señales de la guerra que Camila y Andrés habían declarado semanas atrás: post-its por doquier, tazas desordenadas, galletas desaparecidas y la cafetera convertida en un objeto de tensión estratégica.
Camila llegó temprano con una sonrisa traviesa. Su objetivo del día: sabotear la impresora de Andrés, para que sus presentaciones aparecieran con letras gigantes y colores neón.
—Hoy gano yo —murmuró, colocando cuidadosamente la hoja de prueba—.
Pero al girar para irse, se chocó con Andrés, que llevaba una caja de material de oficina. Los papeles volaron por los aires.
—¡Así que empezamos temprano! —dijo él, riendo mientras recogía un bolígrafo que casi golpea a Camila en la frente—. Punto para ti por la intención. Pero no por la ejecución.
Ella rodó los ojos, pero no pudo evitar sonreír ante la honestidad absurda de él.
A media mañana, Camila ideó un nuevo plan: reemplazar su silla por un pequeño taburete de oficina invisible entre las sillas normales. La primera víctima fue un compañero desprevenido, que cayó lentamente, provocando un “oooh” colectivo. Andrés observó todo desde su escritorio, evaluando la situación.
—Creatividad nivel: Camila —comentó, mientras ella le lanzaba una mirada de “no me subestimes”—.
—Cuidado —replicó ella—. Esto apenas comienza.
El almuerzo fue otro espectáculo. Andrés trajo una caja de sushi para todos, pero Camila, conocedora de los gustos de sus compañeros, había cambiado las piezas de wasabi por las normales. Cada mordida fue una explosión de sorpresa y risas.
—¡Esto es guerra química! —gritó un colega, entre lágrimas de picante.
Andrés, tragando con dificultad, miró a Camila y se echó a reír.
—No puedo con tu maldad, Camila. Y eso… me gusta.
Ella lo fulminó con la mirada, pero en el fondo un cosquilleo la traicionó.
Por la tarde, ambos decidieron llevar la batalla al ascensor del edificio, donde cada encuentro se estaba volviendo inevitable. Camila colocó una pequeña trampa de globos de agua para que Andrés cayera al abrir la puerta.
El plan salió mal: al abrir la puerta, ella misma recibió un chorro en la cara. Andrés se rió tanto que tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse.
—Empate —dijo entre carcajadas—. Esto sí que es entretenimiento.
Camila, empapada pero imperturbable, sacó un pañuelo y lo agitó en señal de desafío:
—Mañana tendrás revancha.
Antes de salir del edificio, se cruzaron en el lobby. Andrés llevaba una caja de flores, para un evento de la oficina. Camila levantó una ceja:
—¿Flores para todos o solo para mí?
Él sonrió, sin dar respuesta, y en su gesto hubo algo que la hizo dudar: un dejo de sinceridad que rompía la barrera de la guerra.
—Nos vemos mañana, capitán de los post-its —dijo ella, y salió con paso firme, aunque no pudo evitar mirar atrás.
Andrés la vio partir, con la sonrisa aún dibujada en su rostro.
La guerra continuaba, sí… pero ambos empezaban a notar que, entre sabotaje y sabotaje, algo más estaba creciendo. Algo que ni ellos podían negar.